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Capítulo 7

La atención del organizador fue muy rápida, en poco tiempo trajeron la terminal para que Josefina pudiera pagar con tarjeta y, de paso, le entregaron el artículo. Cuando Josefina terminaba de firmar, su atención volvió a centrarse en el nuevo artículo que presentaban en la tarima. El collar de gemas que estaban introduciendo pertenecía a las joyas de su madre. Sin dudarlo, levantó la paleta. Esta vez, Federico no dejó pasar la oportunidad. Tras varios intercambios, hizo el gesto del postor con la oferta más alta. Se escucharon murmullos en la sala. Ella bajó la mano, desistiendo, y se puso de pie para golpear el panel que separaba los palcos. El panel no se abrió. Un segundo después, otra persona alzó la paleta para ofrecer más. Después de varias rondas, el precio superó con creces el valor real de la pieza. El gesto de Federico, como postor con la oferta más alta significaba que, sin importar cuánto subiera el precio, él seguiría pujando y se aseguraría de ser siempre el máximo oferente, sin posibilidad de abandonar la subasta. La subasta alcanzó su punto más álgido. Finalmente, Federico se adjudicó el artículo por 4.2 millones de dólares. Sin embargo, el valor real de ese collar no superaba los doscientos ochenta mil dólares. Norma soltó un suspiro. —¿Está loco? Josefina se frotó la frente, sin ganas ya de seguir viendo más artículos. —Era una reliquia de mi madre. Tengo que ir. Norma también se levantó. —Te acompaño. Ella negó con la cabeza. —No hace falta. Puedo encargarme. Abrió la puerta del palco y salió. Al mismo tiempo, se abrieron las puertas de los palcos a ambos lados. Del palco a la izquierda salió primero un grupo de personas. El hombre que lideraba vestía una camisa negra. La luz amarilla delineaba su figura de hombros anchos y cintura estrecha bajo la tela. Unos hombres trajeados, empresarios, lo seguían como si lo idolatraran. Él caminaba sonriendo, con una atracción magnética que parecía surgir de manera natural en cada paso. Josefina lo reconoció de inmediato: era el hombre con quien había chocado su auto la última vez. —Señor Salvador... Ella tomó la iniciativa de saludarlo. Salvador Reyes, al pasar junto a ella, inclinó la cabeza. —Hola. Su voz era clara y fría, sin dejar ver ninguna emoción. Ella sintió una oleada de sentimientos en el pecho: sofocados, incómodos y, sobre todo, avergonzados. Si no hubiera conocido a Federico siete años atrás, según el acuerdo entre la familia Escobar y la familia Reyes, ella y Salvador estarían casados. El hombre que eligió con tanta convicción entonces, aparecía en la subasta acompañado por otra mujer, causando tremendo alboroto... Y Salvador, que estaba justo en el palco contiguo, sin duda había escuchado todo. Josefina se sintió avergonzada. Federico también salió rápidamente. Ya había recibido noticias de que la persona que competía con él por ese artículo era Salvador. El asistente de Federico sostenía en sus manos el artículo recién subastado y, bajo la señal de su jefe, se lo entregó a Salvador. —Señor, nuestro señor escuchó que le gustó mucho esta pieza y me pidió que se la trajera como regalo. Pagar 4.2 millones de dólares a cambio de una oportunidad para establecer una relación con Salvador era, para la Compañía Viento del Este, una ganancia. Federico siempre supo cuándo y cómo ceder. Salvador echó un vistazo al artículo y luego bajó la mirada hacia Josefina. —¿Algo como esto? Los demás no captaron el sentido en sus palabras, pero ella lo entendió perfectamente. Sintió que la cara le ardía con una punzada dolorosa. La mirada de Salvador era agresiva, al punto que ella no pudo alzar la cabeza. El asistente de Federico mostraba una expresión incómoda, el artículo que tenía en manos parecía, de pronto, arderle entre los dedos: ni entregarlo, ni recuperarlo, era una opción sencilla. Salvador no extendió la mano para tomar la pieza. En cambio, alzó la vista hacia Federico, que se encontraba no muy lejos. —No me gusta apropiarme de lo que otros valoran. Agradezco al señor, pero este artículo debería conservarlo. Federico sonrió, acercándose con una actitud muy segura, sin un rastro de sumisión en su porte. Habló con naturalidad al entablar conversación con él. —Buenas piezas hay muchas, pero, quienes saben apreciarlas, son pocos. No supe ver el valor de este artículo. Entregarlo, a quien sí lo entiende, es, para mí, una forma de obtener también alegría. Salvador sonrió y sus ojos brillaban intensamente. —Con palabras tan generosas, no aceptarlo parecería que soy yo el que falla. Federico mantenía la sonrisa en sus ojos, ocultando su ambición y la seguridad de que, tras conocer a Salvador, la Compañía Viento del Este despegaría con mayor fuerza. Josefina observaba el artículo, con una chispa de decepción cruzándole la mirada. Si la pulsera hubiera quedado en manos de Federico, aún habría podido encontrar la manera de recuperarla. Pero, como estaba en manos de Salvador, ya no tenía cara para pedirla de vuelta. Él tomó la caja de manos de su asistente y se la entregó a Salvador. Él la recibió y se la pasó a su propio asistente, que venía detrás de él. Con el regalo entregado, Federico empezaba a pensar en cuál sería el momento más oportuno para invitar a Salvador a fortalecer su relación comercial. Antes de que pudiera decir una palabra, el asistente al lado de Salvador, Orlando Chávez, sonrió y dijo: —El señor Federico sí que es un hombre de palabra. ¿Esto podría contarse como que ha pagado por nuestra sala privada? Salvador rio suavemente. —¿Qué tipo de sala cuesta tanto? Orlando dijo: —Naturalmente, también incluye una compensación por el daño psicológico que nos causó todo ese alboroto. Salvador respondió: —No está mal planteado. Fue entonces cuando Federico entendió que quien había presentado la queja por el ruido en su palco... era Salvador. Las palabras que tenía pensadas se le atoraron en la garganta; ya no eran oportunas. Quiso abrir la boca para dar una explicación, pero Salvador se alejaba con su comitiva. Orlando, siendo un charlatán entusiasta, iba hablando con él mientras caminaban. —Si hubiera sabido que terminaría regalándonos la pieza, habría levantado la paleta más veces para subir aún más el precio. Salvador respondió, con indiferencia: —No hay que llevar las cosas al extremo. Orlando replicó: —Pero, cuando usted aceptó la pieza, no pareció estar dispuesto a dejarlo pasar. Después de todo, eran 4.2 millones de dólares, así, de la nada. Salvador sonrió con serenidad. —Porque yo sí soy quien aprecia ese objeto. Orlando no comprendió. Federico se quedó inmóvil. Esa confianza que antes brillaba en sus ojos se había desvanecido, dejando solo un fastidio insoportable. Había sido manipulado sin saberlo y, hasta había gastado 4.2 millones de dólares, para obsequiarle una pieza al hombre que se burlaba de él. Josefina observaba desde un lado, en silencio. Su expresión, inexpresiva pero firme, parecía burlarse de su error. Al final, ella le había advertido en más de una ocasión que no debía acercarse a esa gente. Él exhaló. Aunque su ánimo estaba decaído, aun así decidió tomar la iniciativa y cambiar de tema. —Los artículos que acabo de ganar en la subasta... Le pediré a mi asistente que te los envíe todos. Ella respondió, sin expresión alguna: —¿Me los vas a regalar todos? Entonces la señorita Andrea debe de haber pasado toda la noche contigo... Solo para calentar la silla. Andrea apareció en ese momento y su mirada hacia Josefina mostraba cierta timidez. —Esas piezas las ganó Federico para regalártelas. A mí no me importa no recibir nada. Ella rio. —Con razón la señorita Andrea es tan bien valorada. No es de extrañar que estos hombres la elogien diciendo "no persigue la fama ni la riqueza". —Una mujer como tú, Andrea, que se deja aprovechar y encima lo disfruta en silencio... No se ve todos los días. Si todas las terceras en discordia del mundo aprendieran de ti, las esposas de la alta sociedad sufrirían mucho menos por la pérdida de sus bienes. Andrea palideció. Federico mantenía el rostro sombrío, su mirada se volvió gélida, con un filo que helaba.

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