Capítulo 5
Las manos de Lorena, sumergidas en agua helada, estaban pálidas y arrugadas; las heridas recién cerradas se volvían a abrir.
Con la fiebre mareándola, apretaba los dientes y seguía restregando el vestido en el balde.
—¿Estás usando agua fría para lavar?
La voz la sorprendió desde la puerta, al girar, vio a Julieta de pie.
Ella entró rápido, tomó las manos de Lorena y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Antes de que Lorena pudiera decir algo, la interrumpió Ricardo, que acababa de llegar.
—Julieta, ¿por qué lloras? ¡Lorena! ¿No te pedí que te disculparas con ella? ¿Cómo es que la haces sentir mal de nuevo?
—No es culpa de Lorena, fue mía por no explicarle. Este vestido solo se puede lavar con agua caliente, si no, se deforma. Ella usó agua fría.
Julieta murmuró, refugiándose entre sollozos en el pecho de Ricardo.
—No importa, debí haberlo lavado yo. Ahora se dañó el vestido y hasta molestamos a Lorena.
Ricardo frunció el ceño y la consoló en voz baja:
—Tú eres la invitada, ¿cómo podría dejarte lavar ropa? Sea como sea, esto es error de Lorena. Le pediré que se disculpe contigo.
Con un suspiro, ordenó a un guardia traer una jarra de agua hirviendo y la vertió en el balde.
Lorena intentó apartar las manos, pero él las sostuvo con fuerza.
El agua hirviente le envolvió la piel. Fue como si miles de agujas la atravesaran a la vez. El dolor la hizo perder el aliento, las lágrimas brotaron sin control.
—Graba bien esta temperatura, Lorena. Desde ahora, la ropa de Julieta la lavarás así, para demostrar tu sinceridad al disculparte.
Le dijo Ricardo con voz fría. Tras varios minutos la soltó.
Cuando Lorena logró sacar las manos del agua, la piel estaba enrojecida, las heridas abiertas, el aspecto aterrador.
Aun así, siguió lavando la prenda con esfuerzo, hasta que el vestido comenzó a deformarse, los hilos sueltos asomando por todas partes.
Julieta se enjugó discretamente las lágrimas y dijo con falsa generosidad:
—Déjalo, ya está arruinado. Era mi vestido favorito, el que Ricardo me regaló en mi cumpleaños pasado, pero no culpes a Lorena.
—Julieta, siempre tan noble, pero cuando Lorena comete un error, debe disculparse.
Acto seguido, ordenó al guardia sacar toda la ropa del armario de Lorena y destrozarla allí mismo.
—¡No!
Lorena levantó la cabeza de golpe, recordando que entre esas prendas estaba el suéter tejido por su madre.
Intentó detenerlos, pero el guardia ya traía un montón de ropa en brazos, rasgando una a una las telas delante de sus ojos.
El sonido de la tela al partirse le perforaba los oídos. Su corazón se desgarraba con cada prenda hecha trizas.
—¡Devuélvemela!
Al ver que el guardia sujetaba el suéter de su madre, se lanzó para recuperarlo.
Ricardo la sujetó del brazo con facilidad.
—Compórtate. Esto es lo que debes a Julieta. Luego te compraré ropa nueva, considéralo compensación para ella.
—¡Eso fue lo último que me dejó mi madre, devuélvemelo!
Su voz se quebró, las lágrimas le nublaron la vista.
Ricardo se inclinó y murmuró al oído:
—Basta ya. Las pertenencias de tu madre aún están bajo mi resguardo. Si no quieres que desaparezcan también, más te vale obedecer y disculparte con Julieta.
Lorena se quedó inmóvil. Vio cómo el suéter se deshacía en hebras en manos del guardia, y la última chispa de luz en sus ojos se apagó.
Recordó entonces la escena de años atrás, antes de que Ricardo se marchara al extranjero: ella le entregó las joyas heredadas de su madre.
Asegurando que darle lo más valioso demostraba la solidez de su amor, que ni la distancia podría romper.
Ricardo, emocionado, le prometió proteger esos recuerdos, para que incluso en el cielo su madre pudiera ver su felicidad.
Ahora usaba esas mismas reliquias como amenaza, solo para desquitarse en favor de Julieta.
—Lorena, recuerda recoger todos estos restos de tela y así demostrar tu arrepentimiento hacia Julieta. No vuelvas a cometer el mismo error.
Ricardo, soltándola antes de marcharse tomado de la mano de Julieta.
Ella se desplomó en el suelo, sin fuerzas. A lo lejos escuchaba su voz, cada vez más difusa:
—Julieta, no te pongas triste. Te llevaré a comprar lo último en ropa. Lorena no entiende como tú, seguro que hoy fue un simple descuido.
Una risa amarga escapó de la garganta de Lorena mientras recogía uno a uno los pedazos de tela.
Aprovechando el pretexto de limpiar, observó con cautela el pasillo.
Quizás en el estudio de Ricardo estuviera el cofrecito de madera que guardaba las joyas heredadas de su madre.
Cuando se aseguró de que no había nadie cerca, empujó con cuidado la puerta.
Comenzó a revisar los cajones con prisa, pero el objeto tan familiar no apareció.
La fiebre, el mareo y la desesperación se mezclaron en su cuerpo hasta hacerla vacilar.
—¿Qué haces aquí?
La voz de Julieta resonó desde la puerta.
—Estoy limpiando. —Respondió Lorena con evasivas, levantándose para salir.
Julieta la detuvo de inmediato:
—La pulsera de diamantes que dejé aquí acaba de desaparecer. ¿No serías tú quien la tomó?
Dijo con aire dolido:
—Si la querías, solo tenías que pedírmela. ¿Por qué robarla?
El alboroto atrajo a Ricardo, y Julieta se apresuró a explicarle entre lágrimas:
—Ricardo, la pulsera que me regalaste la semana pasada, la que tanto cuidaba, la dejé sobre tu escritorio y ya no está. Solo Lorena estaba aquí.
—Yo no...
Lorena intentó hablar, pero Ricardo no le dio oportunidad.
—¿Otra vez molestando a Julieta? Devuélvele la pulsera de inmediato y discúlpate.
—¡No la tomé!
Su voz salió apagada, resignada.
Entonces Julieta se acercó y, fingiendo sorpresa, sacó de su bolsillo la pulsera rota.
—Lorena, si la querías, te la habría dado, pero, ¿por qué romperla? ¿Es por vengarte de lo del vestido? Si es así, te pido perdón.
Lorena sintió claramente cómo Julieta había metido algo en su bolsillo, pero no tuvo cómo demostrarlo.
—Julieta, no necesitas disculparte. Lorena, ¿cómo pudiste caer tan bajo? Robar, mentir, destruir. ¿Por qué no aprendes de la bondad de Julieta? Hoy mismo vas a disculparte con ella.
Sin darle opción, la arrastró hasta el baño. Abrió el grifo de la bañera y, sin previo aviso, la hundió en el agua helada.
Lorena forcejeó desesperada, pero Ricardo le presionó la nuca con fuerza.
El agua le cubrió la cara y la boca, el aire se agotó en sus pulmones. El ardor del ahogo le quemaba el pecho.
En la oscuridad, entre la sofocación, creyó ver el rostro de su madre, tan cálido, tan lejano.
Cuando Ricardo la sacó, apenas conservaba un hilo de conciencia. Escuchó a Ricardo decirle que se disculpara, pero no quiso abrir la boca.
Entonces él la soltó, dejándola desplomarse sobre las baldosas.
—Si no quieres disculparte, quédate aquí y reflexiona. Todo esto se lo debes a Julieta.
Salió y cerró con llave.
Lorena, acurrucada en el suelo, temblaba entre la fiebre y el frío que la consumían. Las heridas de sus manos, tras tanto tiempo en agua, estaban blancas y abiertas.
Sin darse cuenta, cerró los ojos.