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Capítulo 13

Ana lo miró de inmediato, con los ojos abiertos como si estuviera frente a un depredador lascivo. Javier, con frialdad, replicó: —Tranquila, no tengo ningún interés en una mocosa como tú. Ana frunció el ceño, seria. —¿Entonces solo vamos a acostarnos a dormir? —Ajá. —¿Puedo dormir en el centro de la cama, con una almohada en medio? —Puedes. —Si no tengo que pagar las orquídeas, ¿puedo plantar algunas verduras en el jardín? El rostro de Javier se ensombreció al instante y, con impaciencia, contestó: —Haz lo que quieras. Al ver que Javier estaba a punto de enfadarse, Ana supo detenerse a tiempo y asintió enseguida. En su interior se repetía que, al fin y al cabo, ella y Javier eran esposos; dormir juntos era natural. ¡Trece mil ochocientos dólares en orquídeas! Con ese dinero, la escuela del pueblo podría mantenerse durante mucho más tiempo. Convenciéndose a sí misma, Ana trepó rápidamente a la cama de Javier. La colcha era suave y desprendía un leve aroma amaderado, parecido al propio olor de Javier. Lo que ella no entendía era por qué, si Javier claramente la detestaba, aceptaba acostarse a su lado. Ana lo miró de reojo y distinguió su perfil perfecto, esa pequeña marca junto al rabillo del ojo que, en medio de su gélida mirada, añadía un matiz… Un matiz tentador, como si con solo mirarlo un poco más pudiera caer bajo el hechizo de un demonio. Ana apartó la vista enseguida, con las mejillas encendidas; pensó que quizás aún no se le había pasado la fiebre. Quizá fue por el medicamento contra el resfriado, pero el nerviosismo inicial se disipó y pronto le venció el sueño; sin darse cuenta, se quedó dormida. En los ojos de Javier brillaba la burla: trece mil ochocientos dólares bastaban para que esa Ana se subiera sola a su cama. Codiciosa y amante del dinero, sin duda. Pero, a mitad de su sarcasmo, descubrió que la mocosa ya se había quedado dormida. Javier: "…" ¿En serio se dormía así, delante de él? ¿Tan absolutamente confiada, sin ningún reparo? Javier nunca permitía que hubiera alguien junto a él cuando descansaba. De hecho, nadie jamás se había atrevido a hacerlo. Un viejo compañero de juegos, cuando ambos eran niños, lo había descrito así: dormir junto a Javier era como acostarse al lado de una serpiente venenosa, que podía morderte y matarte en cualquier momento, sin dejarte conciliar el sueño con tranquilidad. Javier permaneció un buen rato observando, escuchando la respiración acompasada a su lado. Su tensión poco a poco se fue relajando, hasta que cerró los ojos. Mientras tanto, tras la llamada, Pablo seguía intranquilo. Sobre todo porque su nieto, por donde se le mirara, no parecía una buena persona. ¿Y si la pobre Anita terminaba siendo engañada? Cuanto más lo pensaba, más preocupado se sentía, así que decidió ir a echar un vistazo en secreto. Pablo llegó a escondidas a la Residencial La Colina y, al ver que la villa estaba silenciosa como si no hubiera nadie, subió directo al segundo piso. Con cautela, empujó la puerta del cuarto de Javier, asomó la cabeza y, al mirar dentro, se topó con dos personas durmiendo en la misma cama. —¡Hsss! Pablo contuvo un resoplido de sorpresa. ¿Tan rápido estaban avanzando? Él conocía a Javier: aunque aparentaba disfrutar de todo tipo de placeres, en realidad, por sus experiencias pasadas, llevaba la sangre helada en lo más profundo de su ser. Estaba convencido de que nunca llegaría a confiar en nadie, ni a casarse, ni a tener hijos. Por eso había recurrido a un método tan extremo como la amenaza para obligarlo a aceptar un matrimonio. En el fondo, de verdad creía que una muchacha tan inocente y bondadosa como Anita podía quizá abrirse paso hasta el corazón de Javier. Pensaba que tardaría mucho en acercarse a él, pero no esperaba que las cosas fueran tan repentinas. Pablo sonrió tanto que hasta le temblaron los bigotes. Se apresuró a retirar la cabeza que había asomado por la puerta. Cerró la puerta con naturalidad y se marchó a toda prisa, como un ladrón que huye de la escena. En cuanto la puerta se cerró, Javier abrió los ojos. Al notar a Ana pegada a él, sin saber cuándo se había girado, se quedó en silencio. En esas dos horas había dormido con una tranquilidad inusitada. Ni siquiera el movimiento inquieto de Ana, que se le había acercado, lo había despertado. Hacía muchos años que no descansaba tan plácidamente. Descubrió el motivo de esa calma: era el olor de Ana, ya fuera del gel de baño o del detergente de la ropa. Pero, una vez hallada la causa, la persona frente a él ya no tenía utilidad. De inmediato la empujó. Ana, medio dormida, casi termina en el suelo. Se frotó los ojos y lo miró confusa, sin entender nada. Con voz grave, Javier ordenó: —Sal. Ana lo miró, todavía más desconcertada. ¡Si había sido él quien había fijado la regla de que podía dormir allí! Y ahora, con ese tono, la echaba. ¡Qué carácter tan horrible! ¡Le daban ganas de soltarle otro puñetazo! … Ana había pensado que, al compartir la misma cama, eso significaba un acercamiento. Que tal vez, a partir de entonces, podría convivir en paz con Javier. Pero, para su sorpresa, después de dormir juntos, Javier parecía detestarla todavía más. Cada día se ensañaba con ella con mayor dureza, inventándole todo tipo de tareas. La mantenía ocupada durante casi toda la jornada. Y aunque terminara lo que le encargaba, Javier encontraba siempre algo más para entretenerla. Ayer, por ejemplo, le había hecho cambiar todas las cortinas de la casa, lavándolas a mano hasta pasada la medianoche. Hoy había desparramado habichuelas sobre la alfombra y le ordenó recogerlas una por una. Incluso alguien ingenuo habría notado que Javier lo hacía a propósito para mortificarla. Ana solo podía repetirse a sí misma que debía soportar. Para Ana, Pablo había sido generoso con ella; por eso, por mucho que Javier se mostrara cruel, ella debía ser magnánima. ¡No podía perder la calma! ¡No podía golpear a Javier! Con tal de evitar conflictos, Ana llamó a Isabel y, con toda la paciencia del mundo, le preguntó por cada una de las tareas de la Residencial La Colina, anotándolas cuidadosamente en su cuaderno. En el cuaderno quedó todo registrado con claridad. La limpieza debía hacerse a diario; la ropa de cama de Javier se cambiaba cada tres días; la alfombra, una vez a la semana, había que llamar a profesionales para que la limpiaran; la ropa de Javier …trajes, camisas, corbatas debía enviarse a la tintorería; las prendas de seda y de cachemira debían lavarse a mano. En cuanto a la comida: A Javier no le gustaba el brócoli, ni las berenjenas, ni las patas de cerdo, vísceras, ni… [¡de verdad era terriblemente quisquilloso!]. Ana lo anotó todo, sin pasar por alto ningún detalle. Fuera lo que fuera que Javier inventara para molestarla, ella apretaba los dientes y lo hacía con esmero. Javier tenía incontables maneras de hacer sufrir a alguien sin necesidad de entrar en un enfrentamiento directo. Sin embargo, frente a Ana, no utilizaba ninguno de esos métodos sucios: optaba por la forma más sencilla, dificultándole la vida, esperando que ella no aguantara y se marchara. Pero ella no pensaba rendirse. Por Pablo, esas pequeñas humillaciones no significaban nada. Pero estas vivencias de los últimos días hicieron que Ana comprendiera. Javier era realmente un fastidio. Y, para colmo, ese inadaptado hasta la odiaba. … Así estuvieron ambos, en una pugna silenciosa, hasta que llegó el fin de semana. Ese día, como habían acordado, Pablo vendría a almorzar. Ana decidió hablar con Javier. No le importaba seguir viviendo con él de esa manera, pero no quería que Pablo percibiera el conflicto que los enfrentaba. Por eso volvió a preparar el desayuno, esperando a que Javier bajara. Pensaba que, si a las diez él aún no había aparecido, iría a llamarlo. No podía permitir que, cuando llegara el abuelo Pablo, Javier siguiera durmiendo. Pero, para su sorpresa, a las nueve en punto Javier bajó con la cara afectada, visiblemente irritado. En los últimos días su mal humor había ido en aumento sin razón aparente. Apenas vio a Ana, arrugó la frente instintivamente. La sonrisa habitual de Ana, esa sonrisa radiante, se volvió un poco tensa al mirarlo. —Javier, el desayuno está listo. En la mesa, frente a Javier había un sándwich y un vaso de leche; frente a Ana, una taza de café y pan tostado. Desde que Javier había dicho que la comida que ella preparaba ni los perros la comerían, Ana se atenía estrictamente a lo que Isabel le había contado: solo le ponía delante lo que él solía aceptar. Javier bebía leche. Ana, con la mirada clara y transparente, miró a Javier y dijo: —Javier, hoy el abuelo Pablo vendrá a almorzar… ¿podríamos fingir ser una pareja normal por un día?

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