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Capítulo 4

María se quedó pasmada varios segundos antes de darse cuenta de que no había oído mal; asintió y dijo con calma: —Está bien, ahora me levanto. Tras hablar, se volteó para bajar de la cama y, sin querer, tiró de la herida. Aun así, ni siquiera arrugó la cara. Al verla tan dispuesta, Alejandro sintió una vaga inquietud. Había pensado que ella se negaría o que, como antes, le exigiría explicaciones. Pero no lo hizo. Cuando Alejandro no pudo evitar querer decir algo, Laura dijo: —Alejandro, tengo hambre. Hace un momento me hiciste sufrir tanto.... Alejandro volvió en sí. —Está bien, haré que los sirvientes te preparen algo rico. Cuando él se marchó, Laura mostró al instante una expresión burlona. —¿Lo ves? Alejandro solo se preocupa por mí. Te recomiendo que te largues cuanto antes y dejes de hacer el ridículo aquí. María bufó con frialdad. —No te preocupes, Laura. Desde el momento en que descubrí que ustedes dos se acostaron, dejé de pensar en estar con Alejandro. —Si quieres el puesto de señora Fernández, tómalo. Laura apretó los dientes. —Ese puesto siempre ha sido mío. ¡No necesito que me lo des! María miró a su hermana por la que había sufrido durante veinte años y la sintió ajena. —Laura, desde pequeñas, todo lo que querías te lo cedí. —Si te gustaba Alejandro, podrías habérmelo dicho. ¿Por qué tenías que seducirlo a mis espaldas? El semblante de Laura cambió y respondió de mala gana: —¿Crees que eres muy desinteresada, que hasta puedes cederme al hombre que te gusta? Te lo digo, María: lo que más odio es esa falsa generosidad tuya. —Lo que quiero, puedo conseguirlo yo sola. ¡No necesito que tú me lo cedas! María soltó una risa amarga. —Así que mis esfuerzos, en tus ojos, no eran más que presunción. —¿Y acaso no lo eran? Desde siempre me has aplastado. Todos solo ven lo perfecta que eres. ¿Y yo? ¿Por qué tengo que conformarme con ser la segunda? Escuchando las acusaciones de Laura, María se sintió desalentada y no quiso seguir desperdiciando palabras con ella. Dio media vuelta para irse. Pero, apenas salió del dormitorio, Laura se abalanzó sobre ella. —Sé que no quieres dejar a Alejandro, así que te ayudaré. Dicho eso, empezó a cachetearse, con una ferocidad desquiciada. María le sujetó las manos. —¡Laura! ¿Qué estás haciendo? ¡Estás loca! En ese instante, detrás de ellas resonó el rugido furioso de Alejandro. —¡María, qué le hiciste a Laura! Ella, aturdida, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que él corriera hacia ellas y la empujara con fuerza. Ella, desprevenida, cayó contra un jarrón antiguo y lo hizo añicos. Los fragmentos se incrustaron en su espalda y la sangre brotó. El dolor la sacudió; sus facciones se contrajeron por completo. Pero Alejandro ni siquiera le dirigió una mirada. Abrazó a Laura, mostrando en su cara una ternura que María no había visto en mucho tiempo. —Laura, ¿estás bien? ¿Por qué no te defendiste? Ella, dejando atrás su arrogancia, lloró con delicadeza. —Estoy bien, no la culpes, querido. Ella solo tiene miedo de que tú la dejes. Por eso no pudo contenerse y me golpeó. —Hermana, lo siento. Alejandro es tuyo. Me iré ahora mismo... —¡María! —Alejandro giró la cabeza bruscamente y la fulminó con la mirada, con los ojos llenos de ferocidad—. Fui yo quien quiso ayudar a Laura y fui yo quien permitió que se mudara aquí. ¡Si tienes valor, ven contra mí! ¿Quién te dio permiso para ponerle la mano encima? A María se le encogió el pecho; sentía que los órganos le dolían. Apretó los dientes para explicarse. —¡Fue ella quien se golpeó sola! Con los ojos inundados de lágrimas, Laura dijo: —Hermana, no te enfades... Te devolveré a Alejandro... Al ver esa actuación descarada, María tembló de rabia. Avanzó de y le plantó una cachetada. —Alejandro, míralo bien: esto sí lo hizo yo. Hace un momento no le toqué ni un solo cabello. Si no me crees, revisa las cámaras. Entonces, Laura recordó que había cámaras en el pasillo y se desmayó en el acto. Al ver eso, a Alejandro se le quitaron las ganas de seguir discutiendo. La tomó en brazos y bajó las escaleras. Al pasar junto a María, le soltó un golpe fuerte en el hombro, tirándola al suelo. Los fragmentos del jarrón se clavaron en su rodilla, provocándole un dolor punzante que la hizo soltar un grito. Alejandro se detuvo un instante, pero enseguida se marchó sin voltear la cabeza. Y Laura, quien supuestamente estaba inconsciente, le mostró a María una sonrisa triunfante desde sus brazos. Al ver a Alejandro irse sin dudar, María soltó una risa cargada de burla y una lágrima cayó por su mejilla. El Alejandro de antes se preocupaba apenas ella ponía mala cara. Cuando tenía cólicos, quería traer a todos los mejores médicos de Solarena para calmarle el dolor. Pero, en ese momento, aunque ella estaba bañada en sangre, él la ignoró. Amar o no amar... la diferencia era así de cruel. El corazón de María sintió como si una hoja afilada lo atravesara, como un dolor lacerante extendiéndose por todo su cuerpo. Esa noche, María no durmió. Empacó sus cosas rápidamente y las tiró todas a la basura. Hasta la tarde del día siguiente, Alejandro regresó con Laura. Apenas entraron, él notó algo extraño. —María, ¿por qué parece que faltan cosas en la casa?

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