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Capítulo 6

María se quedó aturdida un segundo. Quiso preguntarle qué significaba eso, pero enseguida comprendió que ya no tenía sentido. Había decidido marcharse; insistir era perder su dignidad. Faltaba medio mes para la boda. A esas alturas, no valía la pena crear más conflictos. —Bien. Lo acepto. La concesión de María solo sirvió para dar alas a Laura. En los días siguientes, Laura no dejó de atormentarla de mil formas. A veces le ordenaba a María que fuera a comprarle albaricoques secos; cuando ella regresaba, decía que ya no quería. Otras veces le pedía que le preparara sopa; cuando se la servía, aseguraba que el olor le provocaba náuseas. Luego se quejaba de que María respiraba demasiado fuerte y que le causaba dolor de cabeza... En resumen, hiciera lo que hiciera, nunca estaba bien para Laura. Incluso, la nutricionista y la asistente de embarazo que Alejandro había contratado fueron despedidas por Laura. —¿Cómo va a compararse una extraña con mi hermana? En mi vientre llevo al futuro heredero de la familia Fernández. Si mi hermana me cuida, podré estar tranquila. María aguantó y siguió aguantando. Quedaba solo una semana para marcharse. Esa noche, Laura dijo que quería comer trufa blanca y ordenó a los sirvientes que vigilaran para que María la preparara. —No enciendas la luz. Alejandro trabaja muy duro para ganar dinero; hay que ahorrar electricidad. María soltó una risa incrédula. —Con la casa a oscuras, ¿cómo quieres que cocine? Estaba a punto de dejarlo todo tirado cuando Laura, con un tono lleno de insinuación, dijo: —Hermana, ¿no quieres conservar las pertenencias de tu mamá? Si me molestas... no puedo asegurar lo que diré delante de Alejandro. María ya no podía más. —¡Laura, también era tu mamá! —Y yo también era su hija, pero, ¿por qué en sus ojos solo existías tú? María comprendió que seguir hablando era inútil. Tomó la trufa blanca y salió. Las farolas del vecindario daban una luz tenue; tardó dos horas enteras en prepararla. Pero cuando estuvo lista, Laura comió unas cuantas cucharadas y, de pronto, se sujetó el vientre y gritó de dolor. En ese momento, Alejandro regresó y ella rompió a llorar al instante. —Llegaste justo a tiempo. ¡Mi hermana quiere hacerle daño a mi hijo! Los ojos de él se volvieron gélidos. —María, ¿qué hiciste? Laura hizo una señal a una sirvienta y esta habló enseguida: —Señor Alejandro, la señorita Laura estaba perfecta, pero después de comer la trufa blanca que ella hizo, empezó a tener dolor. Sin duda, aquí dentro se puso algo. María respondió, con calma: —Yo no hice nada. Y si la trufa blanca tenía algún problema, entonces, fueron ustedes dos quienes se pusieron de acuerdo para incriminarme. Laura se mordió el labio. —Estás diciendo tonterías. ¿Cómo podría yo hacer algo que me perjudique? ¡Llevo al hijo de Alejandro! María soltó una risa helada. —Perjudicar, desde luego. Pero, si te beneficia o no... solo tú lo sabes. La expresión de Laura cambió. Al ver que no podía vencerla en palabras, se volvió hacia Alejandro en busca de apoyo. —Me duele mucho... ¿y si pierdo al bebé? —Te llevaré al hospital. No permitiré que a ti o al niño les pase algo. Pero, cuando Alejandro terminó de hablar, vio un rojo brillante extenderse entre las piernas de Laura. Su cara cambió por completo. Levantó la mano y golpeó a María con brutalidad. —¡Maldita! ¿Cómo puedes ser tan cruel? ¡Si a ella o al niño les pasa algo, no te lo perdonaré jamás! Dicho eso, Alejandro alzó a Laura en brazos y se marchó a toda prisa. María se quedó inmóvil. Su cara estaba ardiéndole. Su corazón se sentía como si fuese torturado por un cuchillo sin filo, hasta impedirle respirar. Sabía que Alejandro hacía mucho había dejado de amarla y había aceptado ese hecho. Pero, aun así, cuando la palmada cayó sobre su mejilla, no podía creerlo. Ese Alejandro que antes la llevaba en la palma de la mano... al final, se había convertido en alguien irreconocible. María lo pensó un instante. Hasta su hermana, a quien había querido por veinte años, era capaz de apuñalarla por la espalda. Entonces, ¿qué importancia tenía que un hombre cambiara de corazón? Pero lo de Laura... eso sí era pura crueldad. Con tal de perjudicarla, había sido capaz incluso de poner en juego al supuesto hijo. De pronto, un pensamiento cruzó su mente. ¿Y si ese niño... no existía? Con esa idea rondando, tomó el celular y contactó al detective privado de confianza. [Ayúdame a investigar el informe de control prenatal de Laura. Ahora]. Después abrió las cámaras de seguridad y revisó las grabaciones. Tal como imaginaba, la sirvienta había entrado en la cocina mientras ella descansaba y, al salir, tenía un comportamiento sospechoso. A medianoche, Alejandro la llamó. —Tuvo suerte... el niño está bien. Laura quiere sopa de pollo. Tienes una hora para que esté aquí. María soltó una risa irónica. —¿Y no temes que le ponga algo a la sopa de pollo? —María —respondió Alejandro con una voz fría—: Si te atreves a hacer otra estupidez, no te lo perdonaré jamás. Laura tiene hambre. ¡Hazla ya! Colgó el teléfono sin esperar respuesta. María curvó los labios con una sonrisa helada. Llamó a la sirvienta y le ordenó que preparara la sopa de pollo. La sirvienta negó con la cabeza; iba a justificarse, pero un solo vistazo de María bastó para que las palabras se le atascaran. María pronunció cada sílaba con absoluta frialdad. —Prepara la sopa de pollo... o lárgate. Tú eliges. La sirvienta recuperó el aliento, sin tomárselo en serio. —Quien me paga es el señor Alejandro. Tú no tienes derecho a despedirme. Por la actitud de Alejandro hacia María, no era difícil adivinar que pronto la echarían de la casa. Para la sirvienta, no tenía sentido complacerla. Lo más inteligente era ganarse el favor de la embarazada. La futura dueña de la mansión. María, por supuesto, entendía lo que la mujer estaba pensando. Soltó una risita. —En toda la casa hay cámaras. La trufa blanca la entregaste tú. Dime... cuando añadiste algo dentro, ¿crees que las cámaras no lo habrán grabado?

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