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Capítulo 2

Los recuerdos la golpearon como una marea, con una amargura tan honda que apenas podía respirar. Antes de casarse con Nicolás, ya había escuchado hablar de él. Los medios lo alababan sin cesar: atractivo, brillante, imparable. En solo un año, Nicolás había llevado al Grupo Delgado a la cima empresarial. Su único defecto, tal vez, era su indiferencia hacia las mujeres, como si hubiera nacido únicamente para trabajar. Pero aquella noche, en una fiesta, bastó un solo vistazo. Su porte sereno y distante, su elegancia contenida, aquella aura fría y reservada, todo eso la desarmó por completo. Así que, cuando su familia le propuso un matrimonio por conveniencia con Nicolás, ella aceptó encantada, casi sin pensarlo. Su mejor amiga intentó advertirla: —Nicolás es un buen hombre, pero no tiene corazón. Es una máquina de trabajar. Si te casas con él, nunca serás feliz. Mariana fue ingenua. Creyó que, si lo amaba lo suficiente, algún día rompería el hielo de su alma. ¿Y el resultado? En la noche de bodas, Nicolás fue frío, distante. Luego le dijo con indiferencia: —No creo en el amor. Me casé por negocios. Si te comportas, tendrás respeto y privilegios. Pero no esperes más. Desde entonces, sin importar cuántas veces la ignorara o la dejara plantada por trabajo, Mariana lo soportó todo. Se repetía que él no la amaba, pero tampoco amaba a nadie más. Y hoy lo había visto inclinarse ante Antonella, mirarla como a un tesoro, y decirle, con ternura, esas tres palabras que Mariana esperó en vano durante tres años: te amo. Ya no podía seguir engañándose. Nicolás no era un hombre frío ni incapaz de amar; simplemente, no la amaba a ella. Toda su paciencia, todo su sacrificio, su esperanza, su amor, se habían convertido en una burla cruel. Se secó las lágrimas, se dio media vuelta y salió de la comisaría. Afuera, marcó un número en su teléfono con manos temblorosas. —Licenciado Santiago, por favor, prepáreme un acuerdo de divorcio. Al día siguiente, Mariana llegó con el documento en mano al edificio central del Grupo Delgado. Pero la recepcionista la miró con incomodidad y dijo: —Señora, el presidente Nicolás no ha venido a la oficina desde hace tiempo. Una punzada atravesó su pecho. ¿Desde hace tiempo? ¿El mismo Nicolás que solía vivir en la empresa, que pasaba semanas enteras trabajando sin dormir ni comer? Reprimiendo el nudo en la garganta, preguntó en voz baja: —¿Dónde está? La joven del mostrador vaciló antes de responder, casi en un susurro: —Acompañó a la señorita Antonella a una subasta. Una subasta. Mariana recordó los rumores: que él gastaba fortunas solo para verla sonreír. Respiró hondo, contuvo el temblor de sus manos y condujo hasta el lugar. El salón de subastas desbordaba lujo, perfumes caros y susurros de élite. Apenas entró, los vio: Nicolás y Antonella, en primera fila, deslumbrantes. El subastador anunciaba la pieza final: un collar de diamantes azules que habría pertenecido a una reina. El precio inicial, astronómico. La puja fue feroz. Cada nueva oferta era superada al instante por Nicolás, con gesto tranquilo pero mirada decidida: ese collar sería suyo. Finalmente, con un precio descomunal que dejó a todos sin aliento, consiguió adjudicarse el collar para Antonella. El salón murmuraba. Unas miradas envidiosas, otras admiradas, se posaban en Antonella, que sonreía radiante. Antonella, feliz, rodeó el cuello de Nicolás con los brazos y lo besó en la mejilla. No muy lejos, Mariana contemplaba la escena. Sentía el pecho entumecido por el dolor. En todos los años de matrimonio, Nicolás jamás le había regalado algo verdaderamente especial. Mariana siempre creyó que él no era romántico, que no entendía esos gestos. Pero no: simplemente no había querido ser romántico con ella. Apretó con fuerza los papeles del divorcio entre las manos, respiró hondo y caminó hacia aquella pareja deslumbrante. Nicolás la vio primero, la sonrisa que aún flotaba en su rostro se borró de inmediato y, casi por instinto, colocó a Antonella detrás de él para protegerla: —¿Qué haces aquí? Aquel simple gesto protector se clavó en el corazón de Mariana como una cuchillada. Ella se obligó a mantener la calma y extendió los documentos hacia él: —Tengo un documento que necesito que firmes. En ese momento, un empleado se acercó para invitar a Nicolás a pasar al fondo y formalizar la compra del collar. Él respondió con frialdad: —Ahora estoy ocupado. Lo que sea, hablamos después. ¿Después? Ya no quería seguir esperando. No podía seguir esperando ni un minuto más Mariana insistió, con la voz temblorosa: —Es un documento importante. Solo tomará unos minutos. Basta con que lo firmes y, tras el mes de período de reflexión, estaremos oficialmente divorciados. Tú ya tienes a quien amas, así que te dejo libre, déjame libre también. Reuniendo el poco valor que le quedaba, esperó su respuesta. Nicolás frunció el ceño, sin mirarla. Tardó en hablar y, al final, solo murmuró: —Estoy ocupado. Hablamos después. Y, sin más, siguió al personal hacia el área privada. Cinco años de matrimonio, y nunca la había escuchado de verdad. Sus palabras siempre se evaporaban, como si ella no existiera. Estaba a punto de ir tras él cuando Antonella se acercó y, con un movimiento rápido, le arrebató los papeles de las manos. —¿Así que tú eres la esposa de conveniencia? —Intervino Antonella, mirándola con sorna. —Si es para firmar, puedo hacerlo yo. Nicolás me dio su sello personal. Cualquier cosa, la firmo en su nombre. El corazón de Mariana se contrajo con un dolor agudo, como si una mano invisible lo apretara. ¿Un sello personal? ¿Delegar su firma en alguien más? Todo el mundo sabía que Nicolás jamás dejaba que nadie firmara por él documentos importantes. Y ahora... Como para demostrarlo, Antonella sacó de su bolso un delicado sello de jade, lo colocó sobre la mesa y, sin siquiera mirar el contenido del contrato, lo abrió en la última página y estampó el sello con ligereza.

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