Capítulo 5
Clau, debido a la fuerte agitación emocional, sufrió una hemorragia interna en el pecho que resultaba imposible de controlar.
Berta, al recibir la noticia, llegó corriendo, tan aterrada que casi se desplomó en el suelo.
Jacinto la abrazó de inmediato, acariciándole suavemente la espalda para calmarla. —Clau estará bien. Pero tú también debes tener mucho cuidado. Cuídate a ti misma y al bebé.
Berta rompió en llanto, sin poder contenerse, y se apoyó débilmente contra el pecho de Jacinto, sin fuerzas ni siquiera para hablar.
Los dos parecían una pareja de padres angustiados por la enfermedad de su hijo: tan cercanos, compartiendo la misma pena, la misma preocupación y el mismo dolor.
Catalina, sola, permanecía de pie en un rincón. El corazón le dolía con cada latido.
Si al principio Jacinto se había mostrado amable con Berta solo por venganza hacia ella, ahora era evidente que algo había cambiado. Era innegable que empezaba a sentir algo diferente por Berta...
Las palabras del médico interrumpieron los pensamientos de Catalina. —El paciente ha perdido demasiada sangre. Necesitamos con urgencia una transfusión de sangre tipo B. Conseguirla del banco llevará tiempo. ¿Alguno de ustedes tiene ese tipo?
Había varias personas con sangre tipo B presentes, pero solo Catalina y Clau no compartían ningún vínculo de sangre.
Jacinto pareció comprenderlo de inmediato y la tomó del brazo con firmeza. —Ve a donar sangre.
Su tono fue autoritario, sin un ápice de duda, como si hubiera olvidado por completo que ella misma era una paciente, debilitada por una úlcera estomacal y quemaduras, aún en tratamiento.
Pero Catalina no dijo nada. Simplemente se levantó en silencio y siguió a la enfermera.
La aguja penetró su vena, provocándole una sensación de ardor y entumecimiento que se extendía por su cuerpo.
Siempre había temido al dolor; antes, cuando le ponían una inyección, su cara se contraía de miedo.
Entonces Jacinto solía abrazarla, cubrirle los ojos con una mano y susurrarle una y otra vez al oído: —Cariño, no tengas miedo.
Ahora, a su lado, no había nadie.
Aunque Jacinto estaba solo a una pared de distancia, en ese momento abrazaba con fuerza a otra mujer, preocupado por el hijo que tendrían juntos.
La sangre fluía lentamente, y con ella parecía irse también su energía vital.
El mundo frente a sus ojos se volvió borroso. Catalina no supo cuántas bolsas le extrajeron, pero al final, sin fuerzas, se desvaneció.
Cuando volvió en sí, sorprendentemente, Jacinto estaba a su lado.
Había pasado un día y una noche sin descanso, y su cara mostraba un cansancio evidente. Al verla despertar, sus ojos se iluminaron con un leve destello de alivio.
Estaba a punto de hablarle, pero el timbre del celular sonó.
Era Berta al otro lado de la línea. —Clau ha despertado. Dice que quiere verte. ¿Vendrás a verlo?
La cara de Jacinto se suavizó al instante. Respondió con un "sí" y salió del cuarto sin mirar atrás.
Poco después, el sonido de risas y conversaciones alegres llenó la habitación contigua.
Clau llamaba una y otra vez "papá", sin parar, su voz clara y alegre resonando en el aire.
Tras un largo silencio, la respuesta firme y clara de Jacinto, un simple "¡Sí!", retumbó como un golpe seco en el corazón de Catalina.
Poco a poco, ella se acurrucó bajo las sábanas y se cubrió los oídos con ambas manos.
Como si de esa manera pudiera borrar toda la calidez y la felicidad que provenían de la otra habitación.
Durante los días siguientes, Jacinto permaneció en la habitación de al lado.
Solo cuando la noche caía y el silencio lo envolvía todo, Catalina creía escuchar un suspiro familiar.
Era un sonido breve, efímero, casi como una ilusión.
Sin embargo, los rumores en el hospital no cesaban, y cada mirada dirigida hacia ella estaba cargada de compasión.
Poco a poco, se acercaba el primer mes desde la muerte de Emiliano.
La familia entera decidió ir al cementerio para rendirle homenaje.
Roberto y Liliana llevaron a Clau por adelantado, mientras que Jacinto, Berta y Catalina compartieron el mismo auto.
Berta se acomodó de manera natural en el asiento del copiloto y, solo después de abrocharse el cinturón, pareció darse cuenta. —Este asiento debería ser de Catalina. Voy a cambiarme.
Pero Jacinto detuvo su mano con firmeza. —No es necesario. Tú eres la madre de mi hijo. Ese es tu lugar.
Aquella frase, "la madre de mi hijo", atravesó el pecho de Catalina.
Contuvo las lágrimas y, en silencio, se sentó en el asiento trasero.
El auto avanzó hasta llegar al cementerio. Clau ya estaba frente a la tumba de Emiliano, rezando en voz baja.
A un lado, Liliana, con la cara cubierta de lágrimas, depositó un ramo de flores. Su voz temblaba mientras hablaba frente a la lápida, mitad con tristeza y mitad con alivio: —Emiliano, cuidaremos bien de Clau. Él es tu hijo y, en el futuro, heredará los negocios de la familia Medina. Cada año, en cada festividad, vendremos a visitarte.
Continuar el linaje familiar había sido siempre el deseo más profundo de Liliana.
Por eso, sin dudarlo, había provocado con sus propias manos aquel enredo.
Pero ¿Jacinto realmente cumpliría con lo que ella esperaba?