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Capítulo 7

Catalina no sabía en qué momento Jacinto, Berta y Clau se habían ido. Permaneció sentada sola en el cementerio durante mucho tiempo, hasta que sonó el teléfono: era Liliana. —¿Dónde estás? ¡Vuelve ahora mismo! Tu marido se ha vuelto loco, dice que quiere casarse con Berta. Catalina ya no tenía fuerzas para responder. Aquella cachetada frente a la tumba había sido suficiente para dictar la sentencia. Aunque regresara, sabía que todo sería en vano. Aun así, ante la insistencia de Liliana, Catalina se obligó a ponerse de pie, con el cuerpo pesado como el plomo. No logró conseguir un taxi cerca del cementerio, y cuando por fin llegó a casa, la primera ronda de tensión ya había terminado. Las lágrimas de Liliana se habían secado casi por completo, y la furia que había sentido durante la llamada se había apagado. Clau continuaría llevando el apellido Medina, y Jacinto, aunque empezara a expandirse hacia nuevos negocios, seguiría apoyando al Grupo Titanio. Sin embargo, el hijo que Berta llevaba en el vientre debería, en el futuro, llevar el apellido Delgado. Ese fue el acuerdo al que ambas partes habían llegado. Roberto y Liliana aceptaron a regañadientes, mientras que Clau y Berta no ocultaban su alegría. Cuando Catalina cruzó la puerta de la casa, comenzó la segunda ronda de la disputa. —No quiero que, cuando nazca el niño, tenga que reconocer a otra mujer como su madre. Espero que Catalina coopere conmigo para el divorcio. Diciendo esto, Jacinto le extendió una hoja: era el acuerdo de divorcio. Catalina clavó la mirada en aquel delgado pedazo de papel, y de su garganta solo brotó un gemido bajo y contenido. Berta se inclinó ligeramente hacia adelante, incapaz de ocultar la emoción. Roberto y Liliana permanecieron en silencio, lo que era, sin duda, una forma de consentimiento. Catalina esbozó una sonrisa amarga y apretó el documento entre los dedos. El brillo de esperanza que cruzó fugazmente por los ojos de Jacinto se apagó de inmediato. De pronto, la ira lo invadió, y de su cuerpo emanó un frío glacial. Sujetó con fuerza la muñeca de Catalina y le dijo dureza: —Ya que estás de acuerdo con el divorcio, supongo que tampoco querrás el tesoro familiar. En la muñeca de Catalina había un brazalete de jade, el mismo que Jacinto le había colocado con sus propias manos el día en que le confesó su amor, la prenda que simbolizaba su unión. Catalina bajó la cabeza con fuerza. Aunque sus ojos ardían por la presión de las lágrimas, no permitió que cayeran. Pasó un largo momento en silencio, hasta que cerró el puño con determinación y comenzó a deslizar el brazalete poco a poco, como si, con cada movimiento, se arrancara un pedazo de su propio amor. ¿Pero, de todo eso, a quién podía culpar? Había sido ella quien confió demasiado, quien empujó a Jacinto, quien primero destrozó su corazón. Así que todo lo que ocurría ahora no era más que el resultado de sus propios errores. —Bien, bien, bien. —Jacinto soltó una risa fría y, de repente, rompió el acuerdo de divorcio en pedazos. —Sería demasiado fácil dejarte salirte con la tuya así. Todos quedaron atónitos, pero Jacinto ya no les prestó atención. Se dio media vuelta y se fue a grandes zancadas, dejando tras de sí un escenario de caos y silencio. Catalina solo se sentía agotada. Su mente era un torbellino, incapaz de sostener un solo pensamiento coherente. Cuando regresó a su habitación, empezó a hacer las maletas. Había visto todo con claridad: se había sacrificado por la familia Medina, había destruido su propio matrimonio por ellos, y ahora, incluso estaban dispuestos a abandonarla. Si era así, entonces tampoco quería seguir viviendo en aquella casa. Apenas había terminado de guardar la mitad de sus cosas cuando la puerta se abrió de golpe. Berta, con su vientre apenas perceptible, se arregló el cabello con un gesto calculado, dejando a la vista el brazalete de jade en su muñeca. —Jaci solo rompió el acuerdo porque lo provocaste. Pero ya me ha reconocido. Mira, el tesoro heredado de la familia Delgado. ¿No crees que me queda perfecto? Catalina ya no quería discutir con ella. —No necesitas seguir viniendo a sembrar discordia. Enseguida me iré de la casa, me iré de aquí y no volveré a molestarlos. ¿Así estás satisfecha...? Pero antes de terminar la frase, Berta soltó un grito y cayó al suelo, llevándose las manos al vientre: —¡Mi hijo! Casi al mismo tiempo, Jacinto irrumpió en la habitación. —¡Berta! La levantó en brazos y salió a toda prisa, como un vendaval, sin siquiera mirar a Catalina. Un instante después, el rugido del motor del auto resonó con fuerza. Catalina curvó los labios sin querer, pero de su sonrisa brotaron lágrimas incontenibles. Cuando el amanecer comenzaba a asomar, Liliana entró sigilosamente en la habitación. La abrazó y habló en voz baja: —Sé que estás dolida, que te sientes traicionada por todo lo de Emiliano. Pero ahora no hay otra salida. Piensa en Clau, al menos por él. Catalina alzó la cabeza, sorprendida, sin alcanzar a responder, cuando Jacinto regresó apresuradamente. Tenía ojeras marcadas bajo los ojos, la mandíbula sombreada por una barba descuidada, pero su mirada era intensa, tan fría como el hielo. —Así que era cierto lo que decía Berta. En tu corazón, solo te importa Emiliano. —Si es así, este matrimonio realmente ya no tiene razón de continuar. Le tendió un nuevo acuerdo de divorcio, esta vez ya firmado. Catalina alcanzó a ver la cara de Liliana, que trataba en vano de disimular su nerviosismo, y en ese instante lo comprendió todo. Su corazón volvió a romperse, más profundo que nunca. Si todos querían verla divorciarse, entonces dejaría que todos cumplieran su deseo. Al fin y al cabo, sería su última forma de pagar a la familia Medina por tantos años de amparo. En cuanto a Jacinto y Berta, solo le quedaba desearles una vida larga y feliz, llena de hijos y de paz.

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