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Capítulo 2

Tres horas después, Lucía volvió a casa apretándose el vientre con ambas manos. Tras descansar un día entero, se miró al espejo: su rostro seguía pálido como un fantasma. Con manos temblorosas, tomó un labial y, después de maquillarse ligeramente, al menos su cara recuperó algo de color, aunque el dolor seguía calándole los huesos y el sudor frío no dejaba de empaparle la espalda. Se envolvió en una manta y se recostó en el sofá. Luego llamó al mayordomo: —Saca todas las joyas, relojes y bolsos de la vitrina. Llévalos a la casa de subastas. Lo que se recaude, dónalo a las comunidades más pobres. Justo en ese momento, Sergio abrió la puerta y alcanzó a escuchar sus palabras. Se quedó pasmado. —Luci, ¿por qué quieres vender todo eso de repente? —preguntó, sorprendido. Lucía bajó la mirada, esquivando su mirada: —Ya no me gustan… Mejor que sirvan para algo bueno. Digamos que… es para bendecir al bebé. Por suerte, Sergio no le dio demasiadas vueltas al asunto. Se acercó, la abrazó con suavidad y le susurró como si estuviera calmando a una niña: —Está bien. En unos días te llevo a una subasta, escoges lo que te guste, y poco a poco vamos llenando de nuevo la vitrina, ¿sí? Lucía no respondió. Solo cambió de tema: —¿Terminaste tu trabajo? —Sí, ya acabé. —Sergio sonrió y le acarició el cabello—. Sé que has estado pasando momentos difíciles… Así que esta semana me voy a quedar contigo y con nuestro bebé, ¿te parece? Mientras hablaba, intentó acariciarle la pancita, pero Lucía, de manera casi instintiva, le sujetó la mano para detenerlo. Él bajó la vista y, frunciendo el ceño, notó que su vientre lucía más pequeño que antes. Iba a preguntar, pero en ese momento sonó el celular de Lucía. Al ver que en la pantalla aparecía "Tío", contestó de inmediato: —¿Hola? —Luci, tu tía regresó ayer al país. Pensamos reunirnos todos en la casa antigua para cenar juntos, ¿vas a venir? Lucía apretó los labios y murmuró: —No me siento muy bien, creo que mejor paso… Pero antes de que pudiera terminar la frase, Sergio le quitó el celular de las manos y habló directamente: —Claro, llevaremos a Luci puntuales a la reunión. Lucía sintió un nudo en el pecho al ver con qué entusiasmo aceptaba. No pudo evitar que su mente la arrastrara al pasado, recordándole aquel día en que su padre murió… y ella, desesperada, había marcado noventa y nueve veces su número sin que nadie le contestara. En realidad, cuando se enfrenta a alguien que de verdad ama, uno no desperdicia ninguna oportunidad para acercarse. No le importa si ella desea verlo o no. Tampoco le importó que ella acabara de perder a su padre. Solo siguió el impulso más profundo de su corazón: amar, acercarse, sin frenos. Después de colgar, Sergio notó por fin la expresión en el rostro de Lucía… y entendió que había actuado sin pensar. Le tomó la mano, fría como el hielo, y trató de suavizar la situación: —Luci, sé que estás triste, pero… también debes cuidar al bebé. No puedes dejarte arrastrar por el dolor. Vamos a la casa vieja, vemos a la familia, y de paso… te despejas un poco, ¿sí? Lucía apenas esbozó una sonrisa forzada. No dijo nada. A las siete en punto, la pareja llegó a la vieja casona. Antes de cruzar el umbral, Sergio le entregó a Lucía un paquete delicadamente envuelto: —Tu tío mencionó que hace años que no ves a tu tía Marta. Hay que ser atentos, ¿no crees? En otro momento, Lucía habría apreciado ese detalle, esa supuesta consideración. Pero ahora… ahora sabía demasiado bien que ese regalo no era para su tía. Era una excusa para enviarle algo a la persona que Sergio realmente quería. Aun así, no dijo nada. No lo desenmascaró. Simplemente respiró hondo y entró al bullicioso salón. El murmullo de las conversaciones llenaba el aire. Cuando escuchó el sonido de sus pasos, Marta, que estaba platicando animadamente con unos familiares, giró la cabeza… Y sus ojos se toparon con Lucía y el hombre que la sostenía de la mano. Por un instante, Marta se quedó congelada, desconcertada, como si el tiempo se detuviera. —Luci… ¿y él es…? —preguntó, con un leve titubeo en la voz. Lucía no supo qué contestar. Simplemente bajó los ojos. Sergio tampoco dijo nada. Fue uno de los tíos quien, con esa típica calidez de familia extendida, rompió el hielo: —¡Marti! Es normal que no los reconozcas, llevas tres años fuera. Él es Sergio Franco, el esposo de Luci… el presidente de Grupo Franco. Marta parpadeó, visiblemente impactada. Su cuerpo se balanceó levemente, como si hubiera perdido el equilibrio un segundo. Pero su experiencia en la vida le permitió recuperar la compostura rápidamente. Se acercó, sonrió y extendió la mano con naturalidad. Se saludaron como dos desconocidos educados, dos seres que pretendían que entre ellos solo había cortesía. Pero Lucía… Lucía percibió esa corriente invisible, ese sutil temblor que atravesaba el aire entre ellos. Con el corazón apretado, le entregó a Marta el regalo preparado. Solo dijo, con una calma impecable: —Marti, bienvenida a casa. —No, solo estaré un mes. Luego regreso a París —respondió Marta con una sonrisa. La expresión de Sergio se ensombreció de inmediato, tan obvio que cualquiera podría notarlo. Marta, como si no hubiera visto nada, mantuvo su sonrisa intacta mientras desenvolvía el regalo. Al abrirlo, sus ojos brillaron de genuina admiración: era un collar de gemas resplandecientes, de esos que acaparan todas las miradas. —Luci, tienes un gusto increíble. ¡Hace mucho que me había enamorado de esta pieza! —exclamó, emocionada. Lucía captó cada pequeño cambio en sus expresiones, no se le escapó nada. Con una calma casi helada, dijo: —Lo eligió Sergio. Siempre ha tenido muy buen ojo. Durante toda la cena, Sergio apenas probó bocado. Se la pasó sirviéndole comida a Lucía y llenándole el plato como si quisiera demostrar al mundo entero su esmero. Al verlos, los tíos y tías no pudieron evitar reír entre dientes, soltando bromas llenas de cariño: —¡Qué suertuda nuestra Luci! ¡Miren qué esposo tan atento, así da gusto! Lucía apenas curvó los labios en una media sonrisa. Miró el plato frente a ella, repleto de carne de res y cordero… y no tocó los cubiertos. Desde que quedó embarazada, no podía soportar el olor de la carne; todo le provocaba náuseas. Sergio lo sabía. Había pasado un mes entero comiendo solo vegetales para acompañarla. Pero hoy… Hoy ni siquiera lo recordó. Estaba demasiado ocupado cambiando platos, sirviendo con esmero el pescado y los mariscos que colocaba justo frente a Marta. Porque su tía Marta, desde siempre, adoraba el marisco.

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