Capítulo 5
Sergio sintió un estremecimiento en el corazón y se dio la vuelta de golpe, justo a tiempo para ver a Lucía desmayándose, con el rostro completamente pálido.
Sin pensarlo, corrió hacia ella, la alzó en brazos y salió disparado rumbo al hospital.
En medio de un bullicio caótico, Lucía, adolorida, logró abrir los ojos apenas un poco, viendo a Sergio hablando con los médicos, lleno de ansiedad.
—Mi esposa está embarazada, lleva ya cuatro meses —les advertía—. Tengan mucho cuidado con los medicamentos.
Cuando la empujaron hacia la sala de emergencias, una enfermera le levantó la ropa para revisarla. Al ver su vientre plano, soltó un grito ahogado.
—¿Cuatro meses? ¿No estará confundida? ¡Aquí no se ve embarazo ni de broma!
Mientras murmuraba con dudas, se giró para ir a verificar la información, pero Lucía, aguantando el dolor, logró detenerla.
—Enfermera… perdí a mi bebé… Por favor, no se lo digan a mi esposo todavía. Quiero ser yo quien se lo diga.
Aunque no entendía muy bien la situación, la enfermera, considerando que una pérdida así no era cosa fácil para una pareja, terminó respetando su voluntad.
Al no usar anestesia, el proceso de limpiar y tratar las heridas fue un tormento insoportable para Lucía, que estuvo a punto de desmayarse varias veces.
El ardor desgarrador en su pierna le invadía cada fibra del cuerpo, haciéndole difícil hasta respirar.
En cuestión de minutos, su cuerpo entero quedó empapado en sudor. Cada segundo era una tortura interminable.
Una vez terminado el tratamiento, la trasladaron a una habitación.
Sergio no se apartó de su lado ni un instante, sentado junto a la cama, repitiendo disculpas una tras otra: —Luci, te quemaste tan feo… ¿por qué no me llamaste?
Ella sintió un ácido dolor recorrerle los dientes de tanto apretar la mandíbula. Era como si su pierna estuviera en llamas, devorándola desde adentro.
Con un enorme esfuerzo, apenas logró murmurar: —Te fuiste… demasiado rápido…
—Fue mi culpa. Perdóname —dijo Sergio, cada vez más culpable, entrelazando su mano con la de Lucía.
Las uñas afiladas de ella rasgaron la piel del dorso de su mano, y un hilo de sangre empezó a correr.
Lucía vio cómo sus sangres se mezclaban, y su conciencia se fue apagando poco a poco hasta quedarse dormida.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya era de madrugada.
Lucía abrió los ojos medio atontada y alcanzó a ver de espaldas a Marta.
—Tú también te quemaste. Anda, ve a tratarte la herida. Yo me quedo cuidando a Luci —dijo Marta sin volverse.
—No —Sergio negó de inmediato—. Si se despierta y no me ve, seguro se pondrá peor. Prefiero esperar hasta mañana.
La voz de Marta subió un par de tonos, sonando casi como un regaño:
—¡Te dije que ahora mismo te vayas! ¡Sergio Franco, deja de jugar con tu salud!
Al escucharla, el ceño fruncido de Sergio finalmente se relajó.
De pronto, le tomó la mano a Marta con fuerza.
—Marti… deja de negarlo. Tú también sigues sintiendo algo por mí, ¿verdad? Si me dices que sí, en este mismo instante dejo todo y volvemos a empezar, ¿sí?
Marta se dio cuenta de que había hablado de más. Se zafó rápidamente, visiblemente nerviosa.
Al verla tan desconcertada, Sergio no pudo evitar soltar una risa baja. —Está bien, no te presionaré. Tengo todo el tiempo del mundo para esperar a que me lo admitas. Haré lo que dices, voy a atenderme ahora —añadió con una sonrisa traviesa.
Dicho eso, se fue con paso ligero, como si no pesara nada sobre sus hombros.
Durante los tres años que habían estado juntos, Lucía siempre había visto a Sergio como alguien que lo controlaba todo.
Incluso cuando ella se enojaba o jugaba a hacer berrinche, él siempre la calmaba como si fuera una niña.
Sergio era ese hombre sereno, maduro, casi intocable, como si siempre llevara puesta una máscara, sin mostrar jamás su verdadero yo.
Lucía había creído que esa era su naturaleza.
Nunca se imaginó que él también pudiera perder el control.
Que se enojara hasta perder la calma por las palabras de Marta, que se alegrara de forma tan genuina al sentir su preocupación, que obedeciera ciegamente, como un muchacho enamorado, solo por complacer a la persona que amaba.
Jamás había visto a Sergio así.
Por eso se quedó mirándolo, como hechizada, hasta que, al volver en sí, se encontró con la mirada de Marta.
Lucía notó un destello de pánico en sus ojos, y fue ella quien rompió el silencio: —Marta, ¿dónde está Sergio?
Al ver que Lucía parecía no haber escuchado la conversación anterior, Marta soltó un suspiro de alivio. —Sergio fue a tratarse la herida —le explicó en tono suave—. Si sientes alguna molestia, solo dímelo.
El dolor ardiente seguía desgarrando a Lucía por dentro, pero ella apretó los dientes, disimulando su sufrimiento, y negó con la cabeza.
—Estoy bien… ve a descansar tú.
Pero Marta no se movió. En su lugar, le sirvió un vaso de agua y se lo acercó con cuidado.
Después de algunas palabras de consuelo, lanzó una pregunta que pareció surgir con cierta cautela:
—Luci… ¿ayer, antes de desmayarte, alcanzaste a oír algo?
La mano de Lucía, que sostenía el vaso, se quedó suspendida en el aire por un instante.
Luego, levantó la mirada y enfrentó la mirada inquisitiva de Marta con toda la calma que pudo reunir.
—No escuché nada —respondió, mintiendo sin parpadear.
Una mentira que soltó sin titubear, no solo para apaciguar las sospechas de Marta, sino también para convencerse a sí misma de que debía olvidar todo lo que había oído.
De todos modos, pensó con amargura, muy pronto desaparecería por completo de sus vidas.