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Capítulo 8

El proyector seguía reproduciendo una y otra vez las imágenes de Orlando y Paula juntos. La desconfianza de él hacia Mónica se repetía como agujas que le perforaban el corazón. Luego, el proyector mostró las escenas más recientes: Orlando cocinando para Paula, con una expresión diferente a la anterior, sonriente y radiante. La miraba con una ternura y un amor desbordantes, igual que alguna vez la miró a ella. —Moni, ¿cuándo podré llamarte “mi amor”? —Amor, cariño, te amo tanto, por favor acepta mi propuesta de matrimonio. —Orlando te amará toda la vida. Si alguien se atreve a lastimarte, lo enfrentaré. —Querida, soy muy buen cocinero, deja en mis manos tus tres comidas diarias. En este mundo, solo tú tienes derecho a comer lo que yo preparo. ¡Ni siquiera mis padres! —Querida, Pau te salvó, y eso fue salvarme la vida a mí también. Como es huérfana, vamos a cuidar de ella. —Por supuesto que mis sentimientos por Pau son sinceros, ella solo quiere un matrimonio duradero y yo puedo dárselo. ... Las palabras de Orlando, sus promesas, sus confesiones y sus mentiras, resonaban en los oídos de Mónica como agujas que le atravesaban el alma. En su memoria, aquel hombre que alguna vez la amó comenzó a separarse lentamente del Orlando que veía en la pantalla, desvaneciéndose poco a poco de su corazón. La noche cayó por completo y, desamparada, quedó tendida en el suelo, dejando que la oscuridad y el frío la consumieran. Cuando volvió en sí, apenas pudo moverse; la sangre seca bajo su cuerpo dejó una larga marca mientras se arrastraba. Ya no sentía su vientre. Se obligó a ponerse de pie y caminó hacia la salida. El sol brillaba cálidamente, pero no lograba calentarle el corazón frío. Se desmayó junto al camino y fue llevada al hospital. —Señora Mónica, su abdomen sufrió un fuerte traumatismo y el útero está roto. Necesitamos intervenir para extraer los restos. Ella lo escuchó sin apenas reaccionar; tras perder al bebé, ya había aceptado que nunca podría volver a ser madre. Que así sea... Al menos, aún podía irse viva de la vida de Orlando. Apenas despertó de la cirugía, alguien le tapó la boca y le puso una capucha antes de llevarla ante Orlando. —Pau, ya la trajeron. Cuando termines de desquitarte, espero que no sigas triste. —Dijo Orlando, y en cuanto miró a Paula, su expresión volvió a ser tierna y dulce. Ella lo besó alegremente y, guiñándole un ojo, preguntó. —¿Puedo hacer lo que quiera? —Por supuesto, lo que tú quieras, yo estoy aquí. —Él la protegía, como si estuviera dispuesto a cargar con cualquier consecuencia, incluso la peor. Paula, triunfante, aplaudió y ordenó a los guardaespaldas que trajeran dos urnas. —¿Qué vas a hacer? Mónica reconoció esas urnas: eran las de sus padres. Intentó gritar, pero solo pudo emitir gemidos ahogados. —Orlando, quiero eliminar para siempre a los padres de esa mala persona. —Dijo, sonriendo, mirándolo. —De acuerdo. —¡No, Orlando! ¡Míralas! Son los padres de tu esposa, esas urnas las hiciste tú mismo. ¡Por favor, detenla! —Mónica lloraba sin parar y se retorcía desesperada, pero con la boca amordazada solo podía sollozar. La mirada de él permanecía fija en la cara de Paula, sin prestar la menor atención a las urnas de los padres de Mónica. Cada vez más desesperada, vio cómo las cenizas de sus padres eran lanzadas al viento y su corazón se rompió en mil pedazos. “¿Solo existe Paula en tus ojos...?” Los guardaespaldas sujetaban a Mónica, incapaz de moverse, mientras el dolor recorría cada fibra de su cuerpo. Todo se oscureció y perdió el conocimiento. Paula, al verla desmayada, arrojó el resto de las cenizas. —Orlando, vámonos. Ya no estoy enojada. —Está bien. —Él la abrazó y se marchó. Al pasar junto a la inconsciente Mónica, se detuvo un instante. Pero al final, ni siquiera la miró. Ni siquiera volteó la cabeza. Cuando despertó, las cenizas del suelo ya no estaban. Abrazó las urnas vacías, sin lágrimas para llorar. Regresó a la villa, recogió sus nuevos documentos y echó un último vistazo a la casa donde había vivido cinco años. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios. Tomó un bate de béisbol y destrozó el Lego que habían armado juntos, el sofá que eligieron juntos, la televisión que compraron juntos... Con sus últimas fuerzas, destruyó todo el salón. Observando el desastre, soltó una carcajada rota y llena de tristeza. Soltó el bate y, con un pintalabios, escribió dos frases en la pared: [Orlando, dijiste que quien traiciona un corazón sincero debe tragarse diez mil agujas, ¿lo recuerdas?] [¡Lo que más me arrepiento en esta vida es haberte amado!] Mónica salió de la villa sin mirar atrás, dejando todo lo suyo y de Orlando en ruinas.

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