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Capítulo 1

En el séptimo año de su emprendimiento como maquilladora, Lucía recibió un pedido de siete millones de dólares. Al otro lado de la línea, la voz de quien hacía el encargo sonaba gélida. —Siete millones de dólares: compro un año de tu vida. —Quiero que te maquilles como yo y que te comprometas y convivas durante un año con mi pareja por conveniencia, Ramón… En aquel instante, el cerebro de Lucía zumbó, sumido en un blanco absoluto, y ya no pudo escuchar nada con claridad. Tras fracasar en la persecución de Ramón durante tres años, Lucía no habría imaginado que volvería a tener algún vínculo con él. En aquel entonces, entre todos los herederos de Boston, Lucía era la más desenvuelta y libre, la que no quería quedar aprisionada de por vida por su identidad de heredera. Para perseguir su sueño en el maquillaje, después de una gran pelea con su padre, ocultó su identidad y viajó sola a Chicago. El emprendimiento fue arduo, y Lucía gastó muy pronto todos sus ahorros, así que tuvo que participar en un concurso de maquillaje para atraer inversión. El inversionista del concurso era, precisamente, Ramón. El heredero de Grupo Brisa, referente implacable del mundo de la inversión, indiferente al entorno, ascético, tan misterioso que casi nunca mostraba el rostro ante el público. En el instante en que apareció en el escenario, todo el lugar estalló. Con 1,88 de estatura, hombros anchos y cintura estrecha, irradiaba en cada centímetro de su cuerpo una frialdad ascética, como un jade helado cubierto de escarcha fina; imposible de apartar la mirada. El corazón de Lucía se estremeció ligeramente, pero no iba a acabar ahí. La oponente, de forma deliberada, quiso humillarla y derramó café sobre su maletín de maquillaje. Lucía no tuvo tiempo de reaccionar, cuando Ramón abrió los ojos con frialdad y dirigió hacia esa persona una mirada oscura, tan afilada como hielo templado. —Puedes retirarte de la competencia. Si te sobran fuerzas para los celos, aprende antes a comportarte. El corazón de Lucía se golpeó sin previo aviso contra el pecho. Después de romper con su familia, ya sabía que el mundo era despiadado y que no se podía confiar en nadie. Cuando la humillaban o le dirigían miradas frías, aquellas amistades de antaño evitaban siquiera acercarse. Pero, curioso, aquel Ramón que siempre había vivido al margen de las disputas le dio respaldo a un personaje tan insignificante como ella. Lucía empezó a perseguirlo torpemente. Y esa dinámica duró tres años. Fingió estar ebria y cayó sobre el pecho de Ramón, pero él la apartó con contención. Él sufrió un accidente de auto y fue hospitalizado, y ella lo cuidó durante un mes sin siquiera quitarse la ropa para dormir, para que al final solo recibiera un cheque que delimitaba fronteras. Cuando él la vio aparecer en una fiesta, siendo abstemio, se obligó tres tragos y después se dio media vuelta para marcharse. Lucía salió llorando detrás de él. —¡Ramón! ¿Qué tengo que hacer para que me mires aunque sea una vez? Ramón ni siquiera giró la cabeza. —No hay manera. —En los próximos diez años no tengo planes de matrimonio ni de relaciones, ni intención de gustar de nadie. Por favor, no pierdas tu tiempo conmigo. Lucía se preparó para renunciar. Pero justo entonces recibió el pedido de sustituir en el matrimonio. Ese corazón que se había enfriado empezó a inquietarse otra vez. Mientras pudiera acercarse a Ramón, aunque fuera solo un año, aunque fuera tras una máscara, estaba dispuesta. —Lo acepto. Lucía respondió sin dudar. Al otro lado se hizo un silencio, como si no esperaran que lo aceptara con tanta rapidez. —Mi relación con Ramón es puro espectáculo; la convivencia es solo para los medios. No hay sentimientos. Este año, yo me iré al extranjero con mi novio para llevar el embarazo y dar a luz. —Te lo digo por adelantado: este dinero… no se gana tan fácil. Lucía negó con la cabeza. —No tengo miedo. Mientras pudiera verlo cada día, ¿qué importaban el desdén y el rechazo? La vida posterior al matrimonio fue una dulzura que Lucía nunca habría imaginado. Una bufanda tibia antes de salir, leche caliente antes de dormir, y el puntual ir y venir para recogerla… Incluso después de una noche de ebriedad y descontrol, comenzaron a entregarse como una auténtica pareja, compartiendo cama y piel. Pero esa felicidad venía acompañada de culpa y tormento. Cada vez que veía la sonrisa sincera de Ramón, Lucía sentía deseos de confesarlo todo, pero al pensar en Rosa, regresaba al silencio. Por fin, cuando quedaba solo un mes para completar el año, una noche Ramón regresó completamente borracho. Cuando, medio aturdido, abrazó a Lucía, ella alcanzó a ver incluso un rastro de lágrimas sin limpiar en la comisura de sus ojos. Ramón habló con ella toda la noche. Se abrió de par en par, habló de su infancia, de su dolor, de cosas que nadie supo de él… —¿Por qué me cuentas todo esto? —Lucía se sintió un poco culpable. Las cejas de Ramón permanecieron serenas. —Entre amantes, no hay necesidad de ocultar nada. Aquella palabra ligera "amantes" pesó como una fuerza de mil toneladas y destrozó por completo la defensa psicológica de Lucía. La remuneración, ya no la quería. La reputación profesional, tampoco. Aunque Rosa la insultara y Ramón la odiara, ella quería que él supiera la verdad; no quería que él se quedara en la oscuridad entregando a la persona equivocada su bondad. Ese día, Lucía preparó una mesa llena de comida, lista para confesar. Pero Ramón, que le había prometido llegar a casa a las siete, no regresó. Inquieta, Lucía llamó al conductor. Hubo un instante de silencio al otro lado de la línea. —Señora Guzmán, el señor Ramón ha tenido algunos problemas; me temo que no podrá volver en un buen rato. El corazón se le tensó de golpe. ¿Le había pasado algo? ¿O… lo había descubierto? Lucía no tuvo tiempo de pensar demasiado; pidió la dirección y fue a toda prisa. Ramón estaba junto a una chica, discutiendo con una madre y su hijo. Lucía no tuvo tiempo de abrir la boca, cuando al segundo siguiente ocurrió el imprevisto. La chica que estaba al lado de Ramón estalló en ira, blandió una bolsa de compras y la estampó contra la cabeza de la madre del niño; en un momento, la sangre brotó a borbotones. Pero Ramón no miró ni una sola vez a la madre y al niño; lo primero que hizo fue rodear con fuerza a la chica junto a él. —Te desmayas con la sangre; no mires. Lucía se quedó inmóvil, con los pensamientos en desorden. Aquel hombre que en su memoria era justo, ecuánime, con principios, ¿cómo podía consentir de ese modo a una desconocida? Pero en el instante en que vio el perfil de esa chica, toda la sangre en el cuerpo de Lucía se congeló al acto.
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