Capítulo 7
—¡Mmm, mmm, mmm! —Santos luchaba con desesperación, intentando explicar todo, pero la tela apretada en su boca no le permitía pronunciar palabra alguna.
Al escuchar el alboroto, Regina se volvió y le lanzó una mirada helada.
—¡Maldito! ¡Por poco matas al padre de mi hijo de un solo golpe!
Regina le propinó una fuerte patada en el abdomen.
—Julián, te contraté con un gran salario para que protegieras a Santos, no para que lo ayudaras a hacer el mal ni para que lastimaras a Braulio.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Otras patadas brutales se estrellaron sin compasión contra el vientre de Santos, como si quisiera destrozarlo por dentro.
Santos se encogió de dolor, la sensación era tan intensa que la oscuridad nubló su vista.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas cuando sintió que Regina comenzaba a desatarle las manos.
Apenas intentó llevarse las manos a la boca para quitarse el trapo, Regina le sujetó la muñeca con tal fuerza que casi le rompe los huesos.
—Con esta mano golpeaste a Braulio, ¿verdad?
Regina tomó el bate de béisbol que le entregó la asistente, con una mirada sombría y feroz.
—Entonces yo misma la destruiré, así ya no podrás ayudar a Santos a hacer el mal nunca más. —¡Mmm! ¡Mmm! —Santos negaba frenéticamente, con lágrimas y sudor bañándole la cara, en una súplica tan aterradora como desesperada.
¡No! Esa era su mano de cirujano, la que había salvado a incontables pacientes, la que había arrebatado a Regina de las garras de la muerte.
¡Y también la única esperanza de curarla algún día por completo!
Regina lo había traicionado. Santos ya no tenía nada; no podía perder también esa mano.
Pero Regina ignoró por completo sus súplicas y lamentos.
Ordenó a la asistente que le abriera la mano a la fuerza y, con determinación, levantó el bate y descargó todo su odio.
¡Crack!
Estalló un sonido aterrador, el seco crujido de huesos rompiéndose.
Un dolor agudo recorrió de inmediato todo el cuerpo de Santos, quien presionó la cabeza contra el suelo, presa de la agonía.
Acto seguido, los golpes continuaron cayendo, una y otra vez, implacables.
La mano derecha de Santos se torció en un ángulo antinatural, convertida en un amasijo sangriento y deformado.
El dolor punzante lo llevó al borde de la inconsciencia; su visión se nubló y el cuerpo comenzó a convulsionar sin control.
Pero eso no fue todo. Regina, al parecer, aún no sentía que su furia se hubiera aplacado; de un tirón, arrancó la capucha de Santos y lo sujetó bruscamente del cabello.
Detrás de ellos, la expresión de Braulio se descompuso, temeroso de que Regina viera la cara de Santos.
Sin embargo, Regina ni siquiera se molestó en mirar hacia abajo.
Aferrando el cabello de Santos, lo arrastró como si fuera basura y le hundió la cabeza, con violencia, en el enorme acuario que estaba a un lado.
"Glugluglu."
El agua fría, sucia y apestosa inundó de golpe la nariz de Santos, y la sensación de asfixia casi lo hizo perder el sentido.
Una y otra vez, Santos fue sometido a esa tortura, hasta que su visión se volvió borrosa y su conciencia comenzó a desvanecerse.
En ese instante, Santos tuvo la certeza de que Regina realmente quería matarlo.
—Tía Regina, ya déjalo, por favor. —Braulio finalmente se apresuró a tomar el brazo de Regina, suplicante.
—Ya fue castigado. Vámonos, tengo hambre...
Solo entonces, Regina soltó a Santos furiosa.
Santos cayó al suelo como un trapo, la cara hacia abajo con el cabello empapado y desordenado pegado a su cara.
En las raíces, los cabellos blancos recién crecidos cubrían casi toda su cabeza.
Santos alzó la mirada y, con la vista nublada, apenas alcanzó a ver a Regina abrazando tiernamente a Braulio, susurrándole algo al oído.
En esa mirada suave, Santos creyó escuchar los ecos de la voz de la antigua Regina resonando en su mente.
—¡Santos, feliz cumpleaños!
—¡Santos! Ya somos adultos, ¿puedes estar conmigo?
—Santos, toda la vida, solo te amaré a ti.
—Me di cuenta de que estoy perdida, me enamoré de Braulio por completo.
—¡Entonces lo destruiré yo misma, para que no vuelvas a ayudar a Santos a hacer el mal!
Innumerables voces chocaron y se entrelazaron, hasta quebrarse en un silencio muerto y vacío...
No supo cuánto tiempo pasó hasta que Santos despertó entre el frío y el dolor.
Su mano derecha estaba tan entumecida por el dolor que, con seguridad, había quedado completamente inútil.
Un auto se detuvo lentamente en la calle de abajo; Santos supo que era el vehículo que iba a recogerlo.
Con el último aliento de su fuerza, arrastró su cuerpo destrozado y subió al carro, paso a paso.
El automóvil tomó una carretera montañosa y apartada. Allí, Santos le pidió al conductor que se marchara.
Abrió la puerta, se colocó al borde del acantilado, el viento de la montaña agitó su cabello mojado y canoso; sacó del pecho el anillo de bodas y, decidido, lo arrojó al asiento del conductor.
Finalmente, abrió la puerta y colocó una piedra sobre el acelerador.
El auto aceleró con fuerza, rompió la valla y cayó dando vueltas por el acantilado.
De inmediato, el tanque explotó, las llamas se elevaron al cielo y una espesa nube de humo se extendió.
Santos se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás.
Sabía que, como mucho, en quince días Regina volvería a quedar paralizada por la esclerosis lateral amiotrófica, tal vez para siempre.
Pero aquel ingenuo que alguna vez solo pensó en Regina, había muerto en ese incendio.
Santos la olvidaría. Renacería de las cenizas y de la mano destrozada, de la manera más brutal posible.