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Capítulo 8

El viento rugía con fuerza. Laura, con un vestido blanco, se encontraba al borde del acantilado, tambaleándose, a punto de caer. La brisa marina levantaba con furor su falda, haciéndola parecer tan frágil como una hoja de papel. —¡Laura! —gritaron desesperados sus tres hermanos—. ¡Regresa, por favor! De repente Laura se giró, la cara cubierta de lágrimas. —Hermanos... Alejandro... no quiero dejarlos... pero Daniela no me acepta... De todas formas, ya estoy muriéndome... mejor terminar con esto de una vez por todas, así dejaré de ser una molestia para Daniela... Los cuatro hombres se voltearon al mismo tiempo, fulminando con la mirada a Daniela. —¡Daniela! —Alejandro la empujó hacia adelante—. ¡Habla! ¡Haz algo, convéncela! Daniela observaba en absoluto silencio el drama frente a ella, sin pronunciar una sola palabra. —¿No vas a estar satisfecha hasta verla muerta? —rugió Ignacio. Ante su prolongado silencio, Laura rompió en un llanto aún más desesperado Sin pensarlo, se dio la vuelta y saltó con determinación hacia el abismo. —¡Laura! Los cuatro hombres se lanzaron al mismo tiempo y, en el último segundo, lograron sujetarla por la muñeca. Después de subirla con gran esfuerzo, Laura se derrumbó en sus brazos, llorando con un dolor desgarrador. —Ya pasó, ya pasó... —Alejandro la abrazó preocupado, su voz inusualmente suave—. No te preocupes estamos aquí. —No tengas miedo —dijeron los otros tres hermanos mientras le daban suaves palmadas en la espalda—. No vamos a dejar que te pase nada. Laura sollozaba desconsolada en brazos de Alejandro, pero, al poco tiempo, comenzó a forcejear de nuevo. —¡No, suéltenme! ¡Déjenme morir! Daniela... ella jamás me aceptará... Mientras hablaba, intentó correr de nuevo hacia el borde del acantilado. Los cuatro hombres la detuvieron de inmediato. —¡Basta! —Nicolás se volteó hacia Daniela con la mirada encendida de furia—. ¿Ves en lo que la estás convirtiendo? Héctor rodeó con ternura los hombros temblorosos de Laura. Su voz era cálida y protectora. —No tengas miedo. Estamos contigo. Nadie podrá echarte. Daniela observaba con sarcasmo en silencio toda la escena, con una leve sonrisa en los labios. Conocía demasiado bien a Laura. Siempre hacía lo mismo: amenazaba con suicidarse para ganar compasión. Y ellos... siempre caían redonditos en la trampa. —¡Guardias! ¡Rápido cuelguen a la señorita Daniela sobre el acantilado para que reflexione!—ordenó Ignacio con frialdad—. Que piense bien en lo que ha hecho. Fuera de la vista de los demás, Laura le lanzó a Daniela una sonrisa triunfante. Esa despectiva mirada era clara como el agua, como si dijera: "Daniela, nunca podrás ganarme." Los guardaespaldas se acercaron corriendo, ataron a Daniela con una cuerda áspera y la colgaron del borde del acantilado. La cuerda se incrustaba en su piel, pero ella ni siquiera arrugó la frente. Antes de marcharse, Alejandro la miró por última vez. La serenidad en los ojos de Daniela le provocó un estremecimiento inexplicable. Pero justo en ese momento, Laura "se desmayó" convenientemente. Alejandro entró en pánico, la levantó en brazos y se marchó corriendo sin volver la vista atrás. Solo quedó Daniela en el acantilado. El viento soplaba furioso. La cuerda se balanceaba con la brisa, rozando sus muñecas ya desgarradas y sangrantes. Su celular vibraba en el bolsillo, pero estaba tan firmemente atada que no podía revisarlo. Comenzó a mover las muñecas con todas sus fuerzas, aflojando poco a poco la cuerda. La sangre corría sin parar por sus brazos, pero parecía no sentir dolor. Finalmente, cuando la cuerda se aflojó lo suficiente, dio un giro total con todo su cuerpo, se impulsó y logró aferrarse a una roca saliente del acantilado. Comenzó como pudo a escalar lentamente. Cuando por fin llegó arriba, sus manos estaban completamente destrozadas. Con manos temblorosas, sacó el celular. En la pantalla aparecía un mensaje. [Señorita Daniela, la transferencia de su isla privada ha sido completada. Puede mudarse cuando lo desee.] Mirando la cuerda ondeando en el borde del acantilado, Daniela de pronto sonrió. Ya que por fin se iba... que todos pensaran que había muerto. Nunca podría ganarle a Laura. Pero Laura olvidaba algo: ¡Los vivos nunca pueden competir con los muertos! Pensando esto, colgó con sumo cuidado su abrigo en una rama al borde del acantilado y cortó la cuerda, dejándola caer al abismo. El abrigo flotaba con el viento, como si fuera el último rastro de alguien que se había lanzado al vacío. —Adiós. Dijo en voz baja, no como despedida a alguien más, sino a esa tonta versión de sí misma que los amó ciegamente. Detuvo un taxi sin mirar atrás y se marchó sin mirar atrás. Esta vez, iba a guardar todo su amor... solo para ella.

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