Capítulo 4
Gloria se despertó en medio de un dolor punzante.
Abrió los ojos y descubrió que ya estaba en el hospital. Al girar ligeramente la cabeza, vio a Abelardo sentado junto a la cama, con un leve tono amoratado bajo los ojos.
—Glori, has despertado —Se inclinó de inmediato hacia ella, con un suspiro de alivio en la voz—. ¿Te duele algo?
Gloria intentó hablar, pero la garganta tan reseca no le permitió emitir ningún sonido.
Recordaba que lo último que había visto era la espalda de Abelardo, llevándose a Carmen a toda prisa, y luego los cascos del caballo galopando hacia ella.
—Carmen se ha herido por accidente —dijo Abelardo de repente, con urgencia en el tono—. Ella tiene un trastorno de coagulación y ahora no logran detener el sangrado, el banco de sangre del hospital no tiene suficiente...
El corazón de Gloria se fue hundiendo poco a poco.
—El único tipo de sangre compatible es el tuyo —Abelardo le tomó la mano—. Glori, ¿puedes donar un poco de sangre para ella, por favor?
Absurdo, demasiado absurdo.
Gloria retiró bruscamente la mano, tirando de la herida en sus costillas; el dolor la hizo inhalar profundamente.
Él permitió que la atropellara el caballo sin darle explicación alguna, ¿y lo primero que hacía era pedirle que, llena de heridas, salvara a Carmen?
—No voy hacerlo —respondió con voz ronca, cada palabra como un tajo.
Abelardo puso mala cara.—Por el niño que lleva en el vientre, ¿no puedes aguantar un poco? Cuando nazca el bebé, todo esto habrá terminado.
Un frío recorrió todo el cuerpo de Gloria.
Fijó la mirada en los ojos de Abelardo, buscando en ellos algún atisbo de culpa o compasión, pero en esos ojos que había amado durante veinte años solo encontró ansiedad y prisa.
—Señor Abelardo, la señorita Carmen no está nada bien...—avisó suavemente la enfermera desde la puerta.
Abelardo se levantó enseguida y, casi obligándola, ayudó a Gloria a incorporarse.—Glori, te lo ruego.
Ella fue llevada a la sala de extracción de sangre.
En el instante en que la aguja penetró la vena, el dolor casi la asfixió.
—¿Le duele mucho? —preguntó la enfermera, extrañada—. No debería, he sido muy cuidadosa.
Gloria negó con la cabeza, pero las lágrimas no podían dejar de caer.
Durante todos estos años, siempre había temido las inyecciones; cada vez que le sacaban sangre, Abelardo le cubría los ojos y la consolaba en voz baja:—Glori, tranquila, ya casi termina.
Ahora, en esa misma situación, él permanecía fuera de la sala, consultando el reloj una y otra vez, sin dedicarle ni una sola mirada.
Cuando terminaron de extraerle cuatrocientos cc de sangre, Gloria empezó a ver todo negro.
La enfermera la ayudó a sentarse y descansar, pero ella vio cómo Abelardo, sin mirar atrás, corría hacia la habitación de Carmen.
Tropezando, Gloria lo siguió, deteniéndose fuera de la puerta entreabierta.
En la cama, Carmen estaba pálida y tenía la muñeca envuelta en gruesas vendas.
Abelardo estaba sentado al borde de la cama, sujetando con fuerza la mano de Carmen, su mirada desbordaba ternura.
—No tengas miedo, ya todo está bien —la consoló en voz baja—. El bebé también está bien.
La mirada de Gloria se posó en la muñeca de Carmen.
Allí llevaba un rosario que le resultaba familiar.
Era el que ella misma había pedido, de rodillas, en la Sierra del Alba hacía tres años, y que Abelardo, se colocó solemnemente en la muñeca diciendo:—Nunca me lo quitaré en esta vida.
¡Pero ahora, aparecía en la muñeca de otra mujer!
¡Él había regalado a Carmen el rosario que ella había conseguido con tanta devoción y sacrificio!
A Gloria le dolió el pecho de tal manera que no pudo soportar seguir mirando; de pronto, se dio la vuelta y se marchó.
De regreso en la habitación, se acurrucó en la cama, dejando que las lágrimas empaparan la almohada.
Resulta que, cuando el corazón se rompe por completo, el dolor realmente puede dificultar la respiración.
A la mañana siguiente, la enfermera vino a pasar visita.
—Señora Torres, por favor, complete este informe médico —le entregó el formulario.
Gloria lo llenó de manera mecánica, deteniéndose un momento en el apartado de estado civil, y luego, con firmeza, escribió "soltera".
—Señora Torres, ¿no habrá cometido un error aquí? —preguntó la enfermera, sorprendida—. Ha puesto soltera en vez de casada, ¿no es el señor Abelardo su marido?
—No lo es —contestó Gloria con calma—. Muy pronto dejará de ser mi esposo.
—¿Glori, qué has dicho?
De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe; Abelardo estaba de pie en la entrada, mirándola incrédulo.