Capítulo 8
¡Eso era absurdo! Mis padres nunca habían mencionado que hubieran contraído una deuda con la mafia, y mucho menos por la friolera de quinientos millones de dólares. ¿Para qué necesitarían tanto dinero? Llevábamos una vida normal y no podíamos gastar dinero a manos llenas.
Me volví para mirar a mis espaldas a mi abuela sollozante, en cuyo rostro se pintaba una expresión de absoluto desconcierto; probablemente aquello era una novedad para ella. Estaba preocupada por mi abuela; se veía tan pálida que parecía que estaba a punto de desmayarse, y sus sollozos, inicialmente silenciosos, se habían hecho cada vez más audibles, a medida que la tensión aumentaba a nuestro alrededor.
"Solo estamos haciendo cumplir las estipulaciones del contrato. Sus padres tomaron un préstamo de quinientos millones de dólares que les otorgó nuestro jefe, y hemos venido a recuperar esa suma de dinero. Es así de simple", prosiguió aquel hombre en tono indiferente.
¿Simple? ¡Pamplinas!
Miré el contrato que mi mano temblorosa apretaba con fuerza. Al echarle un vistazo, pude ver, en letras y números, la cifra de quinientos millones de dólares. Las firmas de mis padres estaban estampadas en el documento. ¿De veras habían solicitado ese absurdo préstamo? ¿Para qué necesitaban tanto dinero?
"Pero… mis padres fallecieron hace muchos años…", susurré, negándome a aceptar aquello.
Mi precaria situación económica me impedía pagar cualquier deuda; a duras penas teníamos dinero suficiente para sobrevivir, mucho menos los quinientos millones de dólares de los que él hablaba.
"Precisamente por eso la hemos estado buscando por todas partes, pues usted es su única hija. Como sus padres están muertos, tendrá que ser usted quien le devuelva ese dinero al jefe", explicó mientras asentía con la cabeza.
"Pero… no tengo dinero…", dije, sin saber qué hacer.
"Bueno, eso no es problema mío. En cualquier caso, el jefe quiere su dinero de vuelta, así que tendrá que venir con nosotros", señaló.
Antes de que yo pudiera reaccionar, su gran mano, moviéndose a una velocidad pasmosa, agarró mi muñeca. No me aferró con demasiada fuerza, así que no me lastimó. Sin embargo, por más que me esforzara por liberarme de él, todo el tiempo me agarraba con la misma fuerza.
"¡Suélteme! ¿Qué cree que está haciendo?", protesté a voz en cuello mientras luchaba en vano por liberarme.
"Deje de luchar; solo está complicando las cosas para ambos. Mi jefe me ha ordenado que la lleve ante él si no puede saldar la deuda", explicó él mientras me sujetaba sin dificultad.
"¡No! ¡Me niego a ir!", grité.
"Bueno, solo estoy haciendo mi trabajo. Hacer daño a mujeres y abuelas me resulta bastante desagradable, así que le sugiero que deje de luchar ahora y venga conmigo de buen grado", me advirtió con severidad.
"¡Rita! ¡Rita!", escuché que me llamaba mi abuela repetidamente, con voz tensa y entrecortada, al presenciar la lucha física entre él y yo.
Sin embargo, pronto la voz de mi abuela dejó de oírse. Me di vuelta y vi que se había desmayado. Oh… ¿qué debía hacer ahora?
"¡Suélteme! ¿Acaso no ve que mi abuela se ha desmayado? Todo esto es culpa suya…", le espeté con lágrimas en los ojos. Esto era lo peor; no era buena idea echarme a llorar antes de haber ayudado a mi abuela.
"Tú… tú quédate aquí. Llama a una ambulancia y lleva a la simpática abuela al hospital más cercano", le ordenó el hombre a uno de sus compañeros, mientras señalaba con el dedo a mi abuela. "Usted vendrá conmigo, chica", me ordenó a continuación.
De repente sentí que mi cuerpo ya no estaba en contacto con el suelo. Él me había levantado y ahora me cargaba sobre uno de sus hombros, sin el menor esfuerzo. Grité, estupefacta ante aquella situación, y comencé a golpear sus hombros con mis puños y a agitar mis piernas frenéticamente.
"¡Abuela! ¡Abuela!", grité con todas mis fuerzas sin dejar de luchar.
Observé el cuerpo de mi abuela, que yacía en el suelo, inerme, y sentí que las lágrimas resbalaban por mi rostro. Ella iba a estar bien, ¿verdad? No me quedaba nadie más... no quería verme privada de ella también.
…
Todo lo que sucedió una vez que entré en aquella limusina negra se asemejaba a una escena de película: una joven es secuestrada por la mafia, metida a la fuerza en un automóvil, atada de pies y manos, su cabeza cubierta con una bolsa negra para evitar que forcejee y para que no sepa hacia dónde es conducida.
Exactamente como en una película, una vez que estuve dentro del auto no dejaba de luchar y gritar a todo pulmón. Al principio, los hombres utilizaron sus manos para mantenerme sujeta al asiento, pero luego, tras haber intercambiado algunas miradas, consideraron necesario hacer algo más para poder mantenerme inmóvil.
"Escuche con atención, señorita. Me han ordenado que la trate con amabilidad y respeto. Aunque no se me permite usar la violencia, si considero que se hará menos daño a sí misma estando inmovilizada, entonces la inmovilizaré. ¿Lo ha entendido?", explicó el mismo hombre, con un suspiro cansino.
"¡No me importa!", le espeté en la cara.
Al ver que yo no dejaba de gritar y luchar, él movió la cabeza de arriba abajo ante sus hombres; uno de ellos comenzó a atarme las manos y el otro los pies. Grité a todo pulmón, lanzando maldiciones todo el tiempo, hasta que me taparon la boca con cinta adhesiva, literalmente.
"Esto es por su propio bien, señorita. No puedo permitir que su cuerpo esté lastimado cuando se presente ante el jefe. Por favor sea paciente con nosotros por un tiempo…", señaló, sonriente, mientras sacaba su teléfono móvil de uno de sus bolsillos.
"Sí… ya puedes decirle al jefe que estamos en camino. Sí, la chica está con nosotros", le informó a su interlocutor.
Aquella llamada telefónica fue breve y concisa, a diferencia del viaje que yo había emprendido contra mi voluntad. Como no me vendaron los ojos, probablemente porque pensaron que ello era innecesario, podía observar el paisaje a través de la ventanilla. Aunque yo ignoraba nuestro destino, por la dirección en la que avanzábamos deduje que nos dirigíamos a la ciudad capital.
No había vuelto a la bulliciosa y ajetreada ciudad desde que me había mudado al campo con mi abuela. Me preguntaba si notaría allí algunas transformaciones.
"Despierte, señorita. Hemos llegado".
--Continuará…