Capítulo 8
Cuando María volvió a abrir los ojos, la luz blanca y cegadora la obligó a entrecerrarlos.
El olor a desinfectante le llenó las fosas nasales, y a su lado sonaba el pitido regular del monitor cardíaco.
Un médico le revisó las pupilas: —Has despertado. Tienes tres costillas rotas, pero llegaste a tiempo. Si hubieras tardado más, no lo habrías contado.
María miró el techo, y en su mente revivió la última escena antes de la caída del ascensor.
Pablo, eligiendo salvar a Beatriz sin dudar, y ni siquiera volviéndose cuando la puerta del ascensor cayó sobre ella.
Intentó moverse, pero el dolor se extendió por todo el cuerpo desde el pecho.
Lo más curioso era que no podía llorar. Quizá el dolor era ya tan intenso que incluso el corazón se le había quedado anestesiado.
Tres días después, Pablo fue a recogerla para darle el alta.
Estaba en la puerta, impecable con su traje, mirando el pecho vendado de María. Tras un largo silencio, dijo: —Beatriz debe seguir bailando. No puedo permitir que se lesione la pierna.
María levantó la cabeza poco a poco para mirarlo.
Habló tranquilo: —Solo podía pasarte a ti. Eres ama de casa; aunque no puedas moverte bien, no importa demasiado.
María no contestó, simplemente miró bien al hombre al que había amado media vida.
Pablo seguía siendo apuesto, pero en sus ojos nunca hubo un lugar para ella.
Su voz era ronca: —Pablo, si muriera, ¿te importaría?
El ceño de Pablo se frunció aún más, pero no respondió.
Sacó una tarjeta bancaria y la dejó sobre la mesilla: —No hagas preguntas inútiles. Considéralo una compensación. Si te portas bien y cuidas de los niños, siempre serás mi esposa.
María de repente sonrió.
En su vida anterior, hasta el último día llevó ese título. ¿Y de qué le sirvió?
La que murió sola, la olvidada, la consumida por las llamas, fue ella.
Así que en esta vida, no pensaba volver a ser su esposa.
Quería vivir mejor, brillar más que nunca, encontrar a alguien que de verdad la amara...
Por poco se le escapa la confesión, que ya no lo quería.
—Pablo, yo...
Pero el celular sonó de pronto, interrumpiendo sus palabras.
Pablo contestó; la voz de Beatriz salió clara del auricular: —Pablo, estamos los niños y yo esperándote en el restaurante. ¡Hay una sorpresa!
En ese instante, la mirada de Pablo se suavizó: —Enseguida voy.
Colgó y miró el reloj; la frialdad volvió a su rostro: —Tengo asuntos que atender. El chófer te espera abajo.
Se marchó con el porte recto y elegante de siempre. María apretó los dedos en la palma, pero al final no lo detuvo.
Da igual, pensó. Pronto Pablo se enteraría del acuerdo de divorcio por Beatriz. Ella no lo quería, y tampoco quería a esos dos hijos que la trataban como una extraña.
María pulsó el timbre de llamada: —Nuria, ¿puedes llevarme el equipaje al aeropuerto?
Una hora más tarde, eliminó todos los contactos de Pablo y dejó la tarjeta en el cajón de la habitación del hospital.
Cuando el avión despegó, las nubes fuera de la ventanilla se teñían de rojo y dorado por el atardecer.
María contempló ese cielo brillante y cerró los ojos con una sonrisa.
En esta vida, no volvería a rebajarse por nadie.
Dejaría que aquellos días de humillación por amor desaparecieran para siempre entre las nubes.
Lo que le esperaba delante era un futuro completamente nuevo, solo para ella.