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Capítulo 1

Clara yacía en una camilla repleta de instrumentos médicos, mientras a su alrededor resonaban las voces de un hombre y una mujer conversando. El hombre dijo: —Esta señorita de la familia Jiménez tiene un destino realmente trágico. Apenas llegó del campo para reunirse con su familia, y su propio padre ya quiere ponerla en el quirófano para quitarle un riñón. Qué forma de desperdiciar una cara tan bonita. La mujer le advirtió en voz baja: —Sé más precavido, ella todavía no sabe que le van a extraer un riñón. El hombre soltó una risa sarcástica: —¿Y qué importa? Le inyectaron suficiente anestesia; dormirá hasta que la cirugía termine. ¿Ya salieron los resultados de compatibilidad? La mujer respondió: —Sí, ya salieron. Cumple con los requisitos básicos para el trasplante. El señor Mario está empeorando y no se puede retrasar más. La operación está programada para esta noche a las siete. El hombre levantó la blusa de Clara y deslizó la yema de sus dedos suavemente por la zona de su cintura. —Romper una piel tan blanca y tersa... realmente da pena. Cuando él intentó seguir propasándose, Clara abrió los ojos de golpe, y en su mirada estalló una frialdad asesina. La mujer se sobresaltó: —¡Despertó! ¡Rápido, inyecta el sedante intravenoso! El hombre, alarmado, tomó la jeringa con anestesia y se abalanzó hacia ella, pero Clara le dio una bofetada con el dorso de la mano. —¿Tú, un desgraciado como tú, te atreves a tocarme? La jeringa cayó al suelo. Sin darle tiempo a reaccionar, Clara levantó la pierna y le propinó una patada seca y brutal en el pecho. El hombre salió despedido describiendo una parábola en el aire y escupió sangre al caer. La mujer, al ver la escena, corrió hacia la puerta. Pero antes de alcanzar el picaporte, sintió un entumecimiento recorrerle todo el cuerpo: una delgada aguja plateada, tan fina como un cabello, se le había incrustado en la nuca. Al girar la cabeza, vio a Clara jugando con un bolígrafo de diseño peculiar entre los dedos. Aquella aguja... había salido disparada desde el interior del bolígrafo. —¿Entonces...? Solo alcanzó a pronunciar esa palabra antes de desvanecerse sin previo aviso. El hombre, temblando de miedo, tartamudeó: —¡No... no te acerques! Nosotros solo seguíamos órdenes, alguien nos contrató. Clara soltó una risa gélida: —Extraer órganos sin consentimiento... Doctor, está acabada. Sin darle oportunidad de suplicar, Clara devolvió al médico la dosis de anestesia que él había querido inyectarle. Cuando ambos quedaron inconscientes, Clara se quitó el polvo imaginario de la ropa en señal de superioridad. Tomó una bata blanca del perchero y se la puso con calma. Luego se colocó una mascarilla, cerró bien la puerta y salió del lugar con serenidad, sin llamar la atención de nadie. Aquel par de idiotas había creído que podía drogarla aprovechando un análisis de ADN, sin saber que ella ya se había preparado con antelación. Unos días antes, un hombre que afirmaba ser el padre de Clara se había presentado diciendo que ella era la hija biológica perdida de la familia Jiménez. El hombre se llamaba Adolfo Jiménez y era una figura muy conocida en el sector gastronómico de Solarena. Al enterarse de que su hija había vivido con su exesposa, soportando penurias en el campo, expresó con aparente sinceridad su deseo de compensar todos esos años de ausencia y deuda emocional. Sin embargo, había una condición: Clara debía acudir a una clínica privada para realizarse una prueba de paternidad. Clara no esperaba nada de aquel afecto repentino y desconocido; solo sentía curiosidad. ¿Podría ser que la aparición inesperada de Adolfo escondiera una intención oculta? Por eso, fingió aceptar la propuesta y decidió actuar, siguiendo el juego que le habían preparado. Tal como sospechaba, las cosas no eran tan simples. Adolfo no tenía intención de compensarla; solo había puesto sus ojos en su riñón, queriendo que este sirviera para salvar la vida del llamado "heredero" de la familia Jiménez, hijo de su madrastra. Bien. Perfecto. El lema de Clara siempre había sido no buscar problemas, pero tampoco temer a los poderosos ni dejarse pisotear; si alguien la atacaba, ella siempre respondía. Si la familia Jiménez quería arrebatarle un órgano, ella se encargaría de devolverles un regalo muy especial. Al mismo tiempo, en el restaurante del último piso del Hotel Solmar, se celebraba una ceremonia de firma de contrato. La familia Herrera, con un linaje de más de un siglo, ocupaba una posición de supremacía en Solarena. El patriarca, Sergio Herrera, no era muy mayor, pero ya era considerado una leyenda. En el exterior lo llamaban señor Sergio. Quien tenía el honor de firmar con la familia Herrera era Amelia Jiménez, una joven nacida en una familia adinerada y reconocida como una estrella emergente en el mundo de los hackers. El sistema de ciberseguridad que Amelia había diseñado había recibido un premio recientemente, otorgándole una gran reputación en Solarena, muy por encima de sus contemporáneos. Sergio, impresionado por su potencial, la había seleccionado incluso antes de que terminara sus estudios. En la ceremonia de firma, además del guardaespaldas y el asistente personal de Sergio, también estaban presentes los padres de Amelia. —En adelante, mi hija Amelia queda bajo el cuidado del señor Sergio. Dijo Adolfo, el padre de la joven. Por fin había logrado vincularse con una familia del calibre de los Herrera, y la emoción lo desbordaba. Incluso había olvidado, aunque fuera por un momento, a su hijo que seguía en el hospital esperando un trasplante de riñón. La madre de Amelia, Viviana González, había sido famosa en el mundo del espectáculo en su época. Con una sonrisa impecable, elogió a su hija: —El Hostal Andes implementará el sistema de seguridad diseñado por Amelia. Con eso, el señor Sergio no tendrá de qué preocuparse en el futuro. Ante el entusiasmo de la familia Jiménez, Sergio mantuvo una expresión serena y la cortesía justa: —De acuerdo. Amelia observó en secreto al hombre frente a ella. Era increíblemente apuesto, con un aire de nobleza que lo colocaba en un nivel completamente distinto al de los jóvenes ricos con los que ella solía relacionarse. Convertirse en la señora Herrera era el sueño supremo de Amelia. Mientras los anfitriones y los invitados disfrutaban del momento, las luces comenzaron a parpadear de manera intermitente. Viviana, desconcertada, preguntó: —¿Qué está pasando? De pronto, más de una decena de guardaespaldas irrumpieron desde distintos puntos del salón como si fueran sombras, adoptando una formación defensiva perfecta para proteger a Sergio. Sus movimientos fueron tan rápidos que la familia Jiménez no alcanzó a reaccionar. De repente, se escuchó un estruendo: ¡Pum! La lámpara de cristal del techo, valuada en cien mil dólares, estalló en mil pedazos. La explosión activó la alarma contra incendios, y del techo comenzó a caer un torrente de agua. Uno de los guardaespaldas, con reflejos impecables, abrió un paraguas negro y lo sostuvo sobre su jefe para impedir que el agua lo mojara. Sergio, majestuoso como un rey, permaneció sentado en su silla con porte imponente y expresión serena, sin mostrar la menor sorpresa ante el incidente. Viviana alzó la voz con nerviosismo: —¿Acaso hay un incendio? Amelia intervino para calmarla: —Mamá, tranquilízate. No te olvides de quién es este lugar. El Hostal Andes pertenecía a la familia Herrera. Precisamente unas horas antes, el hotel había puesto en funcionamiento el sistema de seguridad diseñado por Amelia. Nadie imaginó que la primera prueba llegaría tan pronto: el sistema no llevaba ni un día activo cuando ocurrió aquella emergencia. Poco después, uno de los guardaespaldas desactivó la alarma, y el agua dejó de caer poco a poco. El hombre del paraguas se retiró con respeto a un lado. La puerta del salón se abrió desde el exterior, y una mujer con una gorra negra entró sin ser invitada: era Clara. Alta, de figura esbelta y proporciones armoniosas, incluso con la visera cubriéndole parte del rostro, su belleza natural seguía siendo imposible de ocultar. Cuando Sergio distinguió su rostro, un destello de sorpresa cruzó sus ojos. ¿Ella? Al percibir que sus guardaespaldas estaban a punto de actuar contra la intrusa, Sergio levantó discretamente la mano, ordenándoles mantenerse al margen. Quería ver qué planeaba aquella mujer. Clara le dirigió una breve mirada a Sergio, pero enseguida ignoró por completo su presencia. Adolfo, al reconocerla, fue el primero en romper el silencio: —Clara, ¿qué haces aquí? A esa hora, ¿no se suponía que ella debía estar en la clínica realizándose los exámenes de compatibilidad para el trasplante de riñón? Clara dejó caer un informe sobre la mesa. —Tú dijiste que, una vez que se demostrara que somos padre e hija, me entregarías la mitad de las propiedades de la familia Jiménez. Aquí está el resultado del ADN. ¿Vas a cumplirla?
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