Capítulo 4
Clara agitó la mano sin volverse, dando a entender que lo había escuchado.
Hasta que Clara salió de la habitación 1908, Hugo no se atrevió a hablar: —¿El acuerdo de divorcio entre el señor Sergio y la señorita Clara... ya se firmó?
Sergio tomó un sorbo de vino tinto: —Tráeme toda la información que tengas sobre Clara.
Hugo informó con precisión: —La señorita es hija de Adolfo y de su exesposa, Bianca Flores. En ese entonces, la familia Jiménez poseía una pequeña fortuna, mientras que Bianca, criada en un orfanato, no tenía antecedentes familiares conocidos.
—En el tercer año de matrimonio, la actual esposa de Adolfo, Viviana, quedó embarazada de gemelos y usó eso para asegurarse su matrimonio con él.
—Bianca, incapaz de soportar la traición, se marchó con la pequeña Clara, que entonces tenía dos años, y desapareció de la ciudad.
—Según los registros, Bianca desapareció hace más de diez años. Clara fue criada por su padre adoptivo y ha vivido desde entonces en una pequeña ciudad del norte.
Sergio arrugó la frente: —¿La madre de Clara desapareció?
—Sí, señor Sergio. Desaparecida, no fallecida. Por eso la señorita Clara se convirtió en una huérfana en toda regla.
Al mencionar la relación entre la familia Jiménez y Clara, Hugo no pudo evitar dejar entrever cierta emoción.
—Hace poco, Adolfo buscó a la señorita Clara, usando como pretexto el deseo de recuperar el vínculo familiar, y le prometió una parte de la herencia.
—Pero, en realidad, la intención de la familia Jiménez de reconocerla nuevamente estaba directamente relacionada con el hermano gemelo de Amelia, Mario.
Al oír ese nombre, una expresión de disgusto cruzó por los ojos de Hugo.
Era un joven malcriado y arrogante: atropellaba gente al conducir, se metía en peleas, se relacionaba con delincuentes y abusaba de sus compañeros en la escuela.
Incluso había provocado que una chica se suicidara lanzándose desde un edificio. En la autopsia descubrieron que estaba embarazada.
Ni siquiera Dios habría tolerado tanta maldad, y por eso la vida le cobró factura: a una edad temprana, Mario desarrolló una enfermedad grave y solo podría sobrevivir con un trasplante de riñón urgente.
No era de extrañar que, cuando arrestaron a Clara, Adolfo hubiera rogado clemencia al señor Sergio.
Ahora todo tenía sentido: aquella súplica era una farsa; lo que realmente quería era obligar a Clara a donar su riñón para salvar a Mario.
Hugo preguntó: —Ya que el caso de la señorita Clara está cerrado, ¿desea que notifiquemos a los Jiménez?
Sergio soltó una breve risa irónica: —Lo único que me interesa es la habilidad de Amelia. Su familia, viva o muerta, no me importa. En cuanto a Clara, aunque es joven, tiene inteligencia y sabe manejar situaciones complicadas.
Hugo no lo demostró, pero en su interior admiraba profundamente la astucia de Clara.
No solo se había impuesto con autoridad frente a la familia Jiménez, sino que también había utilizado el nombre del señor Sergio para refugiarse en la comisaría, evitando así la operación de trasplante con total legitimidad.
Incluso si Mario moría, nadie podría culparla.
Después del caos que provocó, ella sabía perfectamente que Sergio acudiría a liberarla. Lo único que él temía era que ella se negara a firmar el acuerdo de divorcio.
Cada paso que dio fue calculado con precisión, sin dejar un solo error.
El mundo exterior tenía a Amelia como una estudiante brillante y prodigiosa.
Sin embargo, Hugo estaba convencido de que aquella muchacha proveniente del campo, Clara, era mucho más astuta y estratégica.
De pronto, Sergio preguntó: —¿Qué tan buena es Amelia en el ámbito de la piratería informática?
Hugo respondió con total sinceridad: —Es de las mejores del país.
—¿Y comparada con Ángela? ¿Quién es superior?
Hugo apenas dudó un instante: —Ángela es la élite del mundo de los hackers. Si no fuera porque su identidad es un misterio y sus movimientos son imposibles de rastrear, el señor Sergio no habría tenido que asociarse con la señorita Amelia.
Sergio lo miró con calma: —Lástima que su sistema premiado fue vulnerado en un segundo.
Hugo guardó silencio.
Clara llegó a Bajo Cero y se tensó ante el estruendo ensordecedor de los altavoces.
Una mano se deslizó sigilosamente por detrás de ella; antes de que pudiera tocarle el hombro, Clara la sujetó con firmeza y casi arrojó al intruso por encima del hombro.
El hombre exclamó con urgencia: —¡Clari, soy yo!
Clara se giró y, al verlo, reconoció al joven de rostro extremadamente atractivo que tenía detrás.
Sus rasgos eran tan finos que resultaba difícil discernir su género. Llevaba un traje informal azul claro que, en él, lograba un equilibrio perfecto entre elegancia y desenfado.
Él se frotó el brazo que Clara había apretado con fuerza y se quejó: —No tienes mucha edad, pero vaya fuerza... casi me rompes el brazo.
Clara no mostró el menor remordimiento: —Los que atacan por la espalda siempre pagan las consecuencias. Felipe, ¿no me digas que hasta hoy no conocías mi temperamento?
Felipe García mostró una sonrisa amplia, luciendo unos dientes perfectamente blancos: —Era una broma. Qué poca tolerancia tienes.
Un camarero de aspecto apuesto se acercó con una bandeja de frutas. Al pasar junto a Felipe, lo saludó respetuosamente: —Jefe.
Pero su mirada se desvió, inevitablemente, hacia Clara.
Bajo Cero era una de las discotecas más famosas y exclusivas de Solarena.
El personal que trabajaba allí era conocido por su atractivo: hombres y mujeres de belleza llamativa. Incluso el propio dueño, Felipe, destacaba por su apariencia.
Sin embargo, entre todos ellos, la presencia de Clara brillaba con una elegancia inalcanzable, casi etérea.
Felipe le hizo un gesto al camarero para que se retirara.
El joven apartó con desgana la mirada de Clara y se marchó con la bandeja.
Felipe rodeó los hombros de ella y la condujo a su lugar habitual: —¿Te gusta el estilo del sitio?
—¿No se supone que tú tienes un bufete de abogados?
Felipe murmuró unas palabras al barman antes de volver a mirarla con su aire despreocupado: —El bufete es mi negocio secundario, el que me da dinero. Pero el verdadero placer de mi vida es dirigir esta discoteca.
Clara lo observó con una mezcla de ironía y resignación.
Felipe tenía una reputación impecable en el mundo legal; todos lo conocían.
En cualquier caso que tomaba, su porcentaje de victorias era del cien por ciento.
Su despacho era uno de los más prestigiosos, y sin embargo, allí estaba, dedicando su tiempo y energía a este club nocturno. No cabía duda: o se había aburrido del éxito... o había perdido la cordura.
Poco después, el barman les sirvió dos bebidas: un cóctel azul brillante y un vaso de leche tibia.
Felipe empujó la leche hacia Clara y chocó su copa contra la suya: —Vamos, ¿brindamos?
Clara lo miró con desdén: —¿Me llamaste solo para beber leche contigo?
Felipe bufó: —¿De verdad no sabes por qué te cité? ¿Cuánto tiempo llevas en Solarena?
—Un año.
—Si no hubiera oído que te detuvieron, ¿piensas que me habrías contactado por tu cuenta?
Felipe tenía amigos por todo el país, pero a pocos los consideraba cercanos. Clara, que había vivido durante años en una pequeña ciudad del norte, era una de esas excepciones.
Un año atrás, había desaparecido misteriosamente de su círculo.
Felipe había preguntado por todos lados: ningún conocido sabía dónde estaba, y si seguía viva o no.
Hasta esa misma tarde, cuando se enteró por casualidad de que Clara estaba en Solarena... y de que estaba involucrada en un caso legal.
Fue de inmediato, dispuesto a sacarla de la comisaría como su abogado, pero Clara lo había rechazado con frialdad.
Solo le había dicho que pronto alguien vendría a liberarla y que no se preocupara por ella.
Sí, seguía siendo la misma que él recordaba: firme en sus palabras, cumplidora hasta el final.
Clara levantó la cabeza y bebió la leche de un solo trago: —Hace un año tuve un problema. No quería involucrar a mis amigos, así que decidí desaparecer por un tiempo.
—¿Qué tipo de problema?
—No preguntes.
—¿Ya no me consideras tu amigo?
—Precisamente porque lo eres, no te lo diré.
Felipe se quedó en silencio un momento, con el rostro serio: —¿Tienes idea de que durante todo este año todos hemos estado buscándote como locos?
Clara lo miró a los ojos: —No quiero que nadie sepa que estoy aquí.
Felipe la miró con desconcierto: —Si querías permanecer oculta, ¿por qué permitiste que los Jiménez te encontraran?