Capítulo 7
Julieta la miró y, de pronto, recordó a la mujer que fue cinco años atrás, segura, altiva.
Jamás habría imaginado que todo aquel orgullo acabaría ahogado en un mar de desilusiones.
—Yo estoy a punto de divorciarme de él. Si quieres ocupar mi lugar, pelea con él.
—Y otra cosa: valoro mi vida. Hoy casi me matas; esta vez no tengo pruebas para acusarte, pero tarde o temprano te lo cobraré.
Sin esperar respuesta, Julieta cerró la puerta de golpe y se dejó caer en la cama, rendida en cuerpo y alma.
Durmió hasta el mediodía siguiente. Al abrir la puerta, encontró a Héctor recargado en el marco, el ceño fruncido y la mirada sombría.
—Hoy quiero acompañarte. —Dijo él.
Julieta le cerró la puerta en la cara.
Pidió comida al cuarto, comió con calma y, al salir, Héctor seguía allí.
Ella fingió no verlo, llamó a sus guardaespaldas y bajó para emprender una caminata por los acantilados.
No tenía prisa; avanzaba a paso pausado, deteniéndose a cada tanto.
Héctor la seguía a una distancia prudente, con Isabela apoyada en su brazo.
En un punto de descanso junto al acantilado, Isabela se acercó a Julieta y abrió la mano, mostrando un objeto.
—Este reloj que él lleva siempre, ¿es un regalo de Elisa, verdad?
Julieta le echó una ojeada sin responder.
Era un reloj gastado, de calidad corriente, muy por debajo del nivel de Héctor.
A lo largo de cinco años, ella le había obsequiado piezas de colección, ediciones limitadas de marcas de lujo...
Su gusto jamás había estado en entredicho, pero Héctor nunca se quitó ese reloj barato, ni siquiera en los encuentros de negocios más exclusivos.
—Debe serlo. —Murmuró Isabela con una mirada extraña.
De pronto, alguien se arrodilló y la tomó de la ropa, suplicando con desesperación:
—¡Es el reloj que más valora Héctor! Dijiste que querías verlo, y por eso se lo quité cuando se lavaba las manos. ¡No me uses así! ¡No lo tires, por favor!
—¡Julieta, no lo toques!
La voz de Héctor llegó acompañada de pasos apresurados.
Isabela alzó el brazo y, de un golpe, el reloj rodó por el borde del acantilado y cayó al mar.
Una silueta se lanzó tras él, tratando de atraparlo.
Julieta, petrificada, vio cómo ese cuerpo se hacía cada vez más pequeño, susurró:
—¿Tanto la ama...?
Veinticinco metros de caída. Solo los deportistas extremos se atreven a lanzarse desde esa altura.
Héctor no tenía experiencia, y se arrojó por un reloj barato, regalo de Elisa.
Julieta se llevó una mano a la frente y miró el rostro lívido de Isabela. No pudo contenerse y le soltó una bofetada.
—¡Estúpida! A esa altura, el agua es como un piso de cemento. ¿Adivina cuántas probabilidades tiene Héctor de salir con vida?
De inmediato llamó a los servicios de rescate.
El cielo pareció compadecerse de Héctor. A diferencia de otros, sobrevivió con el rostro intacto.
Julieta esperó seis largas horas en la sala de urgencias, firmando una tras otra las notificaciones de estado crítico.
Junto a ella aguardaba una mujer.
Cuyo esposo, en un incendio, había cubierto su cuerpo con una sábana para ponerla a salvo, quedando él con el setenta por ciento del cuerpo quemado.
Tal vez para aliviar la tensión, la mujer le dijo a Julieta que él estaría bien.
Julieta no sintió nada.
Su esposo había estado a punto de morir por un reloj que otra mujer le regaló.
Ese hecho no le provocaba ya ninguna emoción.
Su matrimonio, hasta el último segundo, no era más que una tragedia sangrienta.
Ya estaba acostumbrada.
Héctor sufrió una fractura de esternón y permaneció inconsciente dos días.
Cuando despertó, Julieta habló primero con el médico y luego entró en la habitación.
Apenas cruzó la puerta, varios hombres corpulentos la sujetaron de brazos y piernas.