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Capítulo 4

Viviana terminó el trámite de la visa y regresó a casa. Apenas cruzó la puerta, se encontró con su madrastra, quien llevaba un maquillaje impecable. Al verla, la mujer comenzó con su habitual discurso de reproche: —Viviana, ¿todavía recuerdas dónde vives? ¿Cuántos días llevas sin pasar la noche en casa? ¡Eres una chica, no deberías comportarte así...! Viviana ni siquiera la miró. En cuanto entró, estrelló con fuerza un jarrón de cerámica de medio metro de alto contra el suelo. Un estruendo retumbó en la sala mientras los fragmentos volaban por todas partes. Antonia Flores soltó un grito de espanto y retrocedió por instinto unos pasos. Viviana la observó con calma. Su rostro radiante estaba lleno de sarcasmo y frialdad: —¿Tú quién te crees que eres? Una intrusa que destruyó un hogar ajeno, ¿y aún así te crees con derecho a sermonearme? —Antonia, escúchame bien: mientras yo siga viviendo en esta casa, tú jamás levantarás la cabeza ni serás tratada como una persona decente. Sus palabras fueron crueles, certeras como una flecha al corazón, haciendo que Antonia palideciera y comenzara a temblar. —¡Viviana! ¿Qué locura es esta ahora? —Su padre, Bernardo Herrera, salió corriendo del estudio al oír el ruido. Apresurado sostuvo a la tambaleante Antonia y miró con furia a su hija. —¡Apenas llegas y ya estás armando escándalos! ¿Es que no puedes comportarte con madurez? Al ver a su padre proteger a esa mujer, el corazón de Viviana se heló por completo. Solo quedaba en ella un profundo desprecio. Soltó una carcajada: —¿Yo soy la que causa disturbios? —Está bien. Si me das por adelantado mi parte de la herencia, me voy del país. No volveré a molestarlos. Bernardo se quedó atónito por un instante. Luego fingió una preocupación afectuosa: —¿Qué estás diciendo? ¿Irte del país? ¿Una chica como tú? No, debes quedarte. Tu casa siempre estará aquí. Nosotros somos una familia... —¿Una familia? —Viviana lo dijo como si hubiera escuchado el chiste más absurdo del mundo. —No actúes, Bernardo. Tú, ella y Olivia... ustedes son la familia. Desde que mi madre murió, yo dejé de tener un hogar. —Habla claro. Solo quiero lo que me corresponde. Bernardo se ensombreció. Permaneció en silencio por un largo rato antes de decir con falsedad: —Yo sé que tienes resentimientos hacia esta familia... Mira, te daré setecientos mil dólares. Puedes tomarte un tiempo para despejarte... —¿Setecientos mil dólares? —Viviana soltó una risa desdeñosa. —Bernardo, todo lo que tienes hoy fue gracias al dinero de la familia de mi abuelo. Gracias al dinero que mi madre trajo al casarse contigo. Incluso tu vida... Ella la cambió por la suya. —Ahora estás usando el dinero de mi madre para mantener a una amante y a una hija ilegítima, vives en la casa que compró mi madre, ¿y crees que puedes deshacerte de su hija con apenas setecientos mil dólares? —¿Y tú dignidad? Bernardo, tocado en su punto más débil, se enfureció: —¡Tú! ¿Cuánto quieres exactamente? ¡Dilo claro! Viviana ya lo tenía previsto. Sacó un documento de su bolso y, con absoluta calma, comenzó a leer una serie de cifras y nombres de participaciones accionarias. —¡Estás loca! ¡Eso es imposible! —Bernardo explotó. —¡Eso es vaciar medio Grupo Armonía! Pero Viviana no se inmutó. Se acercó a la ventana, miró distraída hacia el jardín y dijo con voz ligera: —¿No estás de acuerdo? Bien. —He enterrado una bomba afuera de la casa. —Tienes dos opciones: aceptas pagar y firmas este acuerdo... —O morimos juntos aquí hoy. Tú decides. Las pupilas de Bernardo se contrajeron. La señaló con el dedo, que le temblaba sin control: —¡Loca! —Sí, estoy loca. —Viviana lo admitió sin rodeos, con una mirada resuelta. —Ustedes me volvieron loca. Bernardo respiraba con dificultad, los ojos fijos en Viviana, intentando determinar si lo que decía era verdad. Al final, el miedo a la muerte fue más fuerte que todo lo demás. Se desplomó tembloroso en el sofá, cubierto de sudor, y con manos temblorosas, firmó el acuerdo de reparto de bienes que Viviana le había presentado. —Ahora... ¡Quita esa bomba de inmediato! —su voz temblaba. Viviana tomó el documento, revisó cuidadosamente la firma y sonrió con sarcasmo: —Tranquilo, no hay ninguna bomba. —Te mentí. —Después de todo, así también engañaste a mi madre para casarte, ¿no? Tal padre, tal hija. Bernardo recién entonces entendió que había sido manipulado de la peor manera. La rabia le nubló la vista, estuvo a punto de desmayarse. La señaló, tartamudeando: —Tú... tú... —Pero no logró articular una sola frase completa. A Viviana no le interesaba mirarlo más. Se dio la vuelta y se dispuso a subir las escaleras. —¡Detente! —Bernardo la detuvo entre jadeos, conteniendo la furia. —¡Tu hermana... hoy viene con su novio a cenar! Lo que hiciste antes no me importa, pero esta vez vas a quedarte y comportarte durante la cena. Remarcó cada palabra con tono de advertencia: —¡Su novio es Gustavo! Sabes bien el nivel que tiene la familia Castro en Río Alegre. No podemos permitirnos ofenderlos. ¡Bájale a tu actitud rebelde y no causes problemas! Viviana se detuvo de golpe en la escalera. Su espalda se tensó enseguida. "¿Gustavo...?" "¿Hoy vendrá a nuestra casa como el novio de Olivia?" Acto seguido, se abrió la puerta. Olivia entró, del brazo de Gustavo, con una sonrisa radiante en el rostro.

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