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Capítulo 7 ¿Una apuesta?

Juan siempre había sentido debilidad por las mujeres hermosas y delicadas. Apenas iba a abrir la boca para detenerla cuando Nora ya se había quitado el abrigo. Al ver que debajo llevaba ropa puesta, soltó un pequeño suspiro de alivio. Sin embargo, su mirada apenas se detuvo en ella tres segundos cuando se sintió tragar en seco, sin poder evitarlo. Maldijo en silencio. Nora llevaba un top negro sin tirantes y una minifalda del mismo color. En una mujer común, ese atuendo solo la haría parecer provocativa, pero en ella, resaltaba cada curva perfecta de su cuerpo: su cintura estrecha, las caderas redondeadas. La piel expuesta era tersa y delicada, con un brillo húmedo que parecía desprender agua al contacto. Combinado con su cara, el efecto rozaba al de un crimen. Nora alzó ligeramente la barbilla. —Señor Martín, ¿se atreve a apostar? La expresión de Martín se endureció; su mirada sobre ella se tornó más profunda. —¿Rubén no puede satisfacerte y vienes aquí a buscar emoción? Nora lo miró sin parpadear. —Hace tiempo que no tengo nada que ver con él. He venido especialmente a buscarlo a usted. Él respondió con voz fría y templada: —Lo que otros han usado me da asco. Pero aquí hay quienes no son tan quisquillosos; podrías probar suerte con ellos. Terminó la frase arrojando el taco de billar sobre la mesa y dándose la vuelta para sentarse en el sofá de al lado, encendiendo un cigarrillo. El pecho de Nora se apretó, ahogado por la frustración. No esperaba que ese hombre fuera tan obstinado. Parpadeó y sus ojos se humedecieron al instante, tiñéndose de rojo. Permaneció allí de pie, retorciendo levemente el cuerpo, mirándolo con determinación. Su aspecto resultaba testarudo, pero también desgarradoramente frágil. Juan no pudo soportarlo. —Pequeña, no llores. Si él no sabe apreciarte, yo juego contigo —dijo rápidamente para consolarla—. Me llamo Juan, pero puedes decirme Señor Juan. Nora levantó las pestañas húmedas y observó a aquel hombre de ojos seductores. Sabía que él era quien había crecido junto a Martín, el joven de la familia Castro más cercano a la familia Torres. —¿Sabes jugar billar? Ella negó con la cabeza. —Ven, yo te enseño. Nora se obligó a reprimir su frustración y asintió con suavidad. Juan era mejor enseñando a las chicas a jugar que jugando él mismo. En pocos minutos, ya la había rodeado por detrás, sujetando su mano dentro de la suya. Mientras le explicaba con atención, su cuerpo se acercaba cada vez más al de ella, tanto, que sus caderas estaban a punto de rozarla. Martín levantó la cabeza y miró hacia la mesa de billar. Exhaló lentamente una bocanada de humo y, a través de la neblina difusa, vio cómo ella se inclinaba sobre la superficie con una expresión concentrada. También vio, pegado justo detrás de sus caderas levantadas, a Juan... Algunas escenas recientes aparecieron en su mente como si fueran proyectadas ante sus ojos. La garganta se le secó de repente; bajó la vista y sacudió la ceniza de su cigarrillo. —Señor Juan, ya es suficiente. Juan arqueó una ceja. —¿Tan rápido? ¿Una partida? —Está bien. ¿Qué apostamos? Juan sonrió. —Si ganas, te doy ciento cuarenta mil dólares. Si pierdes... De pronto se inclinó hacia ella, tan cerca que sus labios casi rozaban su mejilla. —Si pierdes, te vas conmigo a casa ahora mismo. Las carcajadas estallaron alrededor. Las mejillas de Nora se tiñeron de un leve rubor; apretó los labios antes de hablar: —Si gano, no quiero dinero. ¿Podemos cambiar la apuesta? —¿No quieres dinero? Ciento cuarenta mil dólares no significaban gran cosa para los hombres presentes: solo el gasto de una noche. Pero para alguien normal, era una suma considerable. —Si gano quiero quedarme a solas un rato con el Señor Martín. Dijo ella en voz más baja, con un tono entre tímido y expectante, Mientras hablaba, su mirada ya se había desviado hacia él. —Vaya, de verdad vas a apostar todo a una sola carta, ¿eh? Bromeó Juan, sin dejar de observarla. Luego giró la cabeza hacia Martín. Martín fumaba con una calma inquebrantable, como un reloj inmóvil, sin rastro de molestia. Juan volvió a mirar a Nora, murmurando con una sonrisa traviesa: —Esto se pone interesante. Y, mientras lo decía, le entregó el taco de billar.

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