Capítulo 4
Antes, le pedía al médico que lo ocultara todo porque temía que Claudio sufriera demasiado.
Pero, sus sentimientos ya no estaban conmigo y yo tampoco necesitaba más su compasión.
Recibí de manos de Daniela al perrito; parecía percibir mi estado de ánimo y sacó la lengua para lamer mi mano.
Ese contacto, me obligó a contener las lágrimas.
Como hija de la familia Aguilar, incluso, si me marchaba, debía hacerlo con dignidad.
Llorar me parecía humillante.
Cuando el invierno iba ya por la mitad, recibí un correo de mi papá desde el extranjero y me puse feliz.
Solo faltaban dos semanas para que volvieran al país a buscarme.
Extrañaba mucho los amaneceres junto al mar; anhelaba esos paseando en la moto acuática.
Busqué en el cuarto de almacenamiento la tabla de surf que me regaló mi hermano y me puse el traje que me dejó mi mamá.
Daniela se echó a reír al verme. —Señora, vestida así parece que acaba de llegar de la playa, no da la impresión de que vive en una mansión.
Le levanté la tabla de surf simulando querer golpearla. —¿Te atreves a burlarte de mí? ¡Mira que te enseño a surfear!
Entre risas, se escuchó afuera un ladrido de dolor.
—¡Este perro loco se atrevió a lanzarse sobre la señorita Patricia! ¡Mátenlo!
El lamento desgarrador del cachorro me encogió el corazón.
Salí corriendo y vi a dos guardaespaldas sujetándolo por la correa, inmovilizándolo en el suelo mientras lo golpeaban con palos.
—¡Deténganse! —Grité, furiosa, tomando unas tijeras de jardinería y apuntando hacia ellos.
Patricia se acercó sonriendo, satisfecha. —Nunca he dejado de conseguir lo que quiero, sea un hombre o un perro. Yolanda, ¿te atreves a apostar otra vez?
Apreté con fuerza las tijeras, apuntando la hoja hacia ella. —A Claudio te lo dejo si quieres, pero este perro no. No me interesa apostar contigo, ¡suéltalo ahora!
Apenas terminé de hablar, la voz helada de él se escuchó a mis espaldas. —¿Qué dijiste?
Tenía los ojos enrojecidos, como si no hubiera escuchado el "te lo dejo".
De repente, Patricia perdió el equilibrio y se lanzó hacia mí.
No logré apartarme a tiempo y la punta de las tijeras de jardinería le hizo un corte en el brazo.
—El perro de Yolanda se tiró sobre mi vientre, solo quería corregirlo, ¡pero ella intentó apuñalarme con las tijeras!
—Claudio, me duele mucho...
Él corrió a tomarla en brazos y su mirada hacia mí fue una fría.
—Cuando una mascota se porta mal hay que corregirla. ¡Has sido demasiado caprichosa!
—¡Alguien, desháganse de ese perro!
Solté las tijeras y, por primera vez, perdiendo la compostura, me aferré a la solapa de la chaqueta de Claudio.
—¡No, por favor! Ese perro me lo dio mi papá y mi hermano, no lo mates, te lo ruego...
Las lágrimas y los mocos me corrían sin control; lloré como una tonta.
Claudio no esperaba que yo reaccionara así por un perro y se quedó un instante paralizado.
Pero ella se soltó de sus brazos y se inclinó ante mí.
—Yolanda, sé que todavía estás molesta conmigo, pero nunca he querido quitarte tu lugar. Por favor, ya no nos hagas más daño a mí, ni al bebé, ¿sí?
Se golpeó la frente contra el piso y empezó a sangrar; fue entonces, cuando Claudio se fijó en la herida de su brazo.
—¿No puedes aceptar a este niño? Ya te dije que, cuando nazca, lo adoptaremos... ¿Por qué?
El dolor y la decepción en su mirada me atravesaron.
Apartó mi mano y se llevó a Patricia en brazos.
—¡Sin mi permiso, no puede salir de la casa!
Quise correr tras ellos, pero tropecé con el umbral y caí al suelo.
El Samoyedo murió igual; lo tiraron al basurero.
Ignorando el "arresto domiciliario", tomé un palo de golf y me lancé al cuarto de Patricia buscando explicaciones.
Pero lo que vi fue a Claudio, con la oreja pegada al vientre de ella, con una sonrisa en los labios; una sonrisa que hacía mucho no le veía.