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Capítulo 9

María buscó en el vertedero durante todo un día. En el instante en que encontró el collar, las lágrimas que había contenido a duras penas finalmente rodaron por su cara. Pero, al segundo, descubrió que los cabellos y las cenizas que antes guardaba el relicario habían desaparecido. Su cabeza retumbó de golpe y, aferrando el colgante, salió corriendo hacia el hospital. Justo al llegar a la entrada, se topó con Ana, que estaba recibiendo el alta. Ana, con un gesto exagerado, se tapó la nariz y retrocedió, mirándola con desprecio. —¿De qué montón de basura salió esta porquería? María le clavó la mirada. —¿Dónde están las cosas que había en mi relicario? Ana se fijó en el collar que María sostenía y, de pronto, soltó una carcajada. —¿Hablas de esa porquería que había dentro? Ya la tiré al inodoro y la hice desaparecer con la cisterna. —¡Ana! María temblaba de pies a cabeza. La cabeza le zumbaba sin cesar y sus ojos, inyectados en sangre, destilaban odio. De pronto, se abalanzó sobre Ana, la sujetó por el cuello de la ropa y, con todas sus fuerzas, le estampó una cachetada. Ana, llevándose la mano a la cara, retrocedió tambaleante hasta caer en los brazos de Alejandro. María alzó la mirada y se encontró con los ojos helados de Alejandro, tan fríos que parecían a punto de matarla. —María, sigues sin arrepentirte, aunque te estés hundiendo. Los ojos de María estaban tan rojos que parecían sangrar, y su voz temblaba. —¡Ana tiró las cenizas de mi abuela en el inodoro...! —¡Basta! —La mirada de Alejandro rebosaba un asco creciente—. Con tal de dañar a Ana, eres capaz incluso de maldecir a tu única abuela. —María, me das asco. Al instante, Alejandro la agarró de la mano y la empujó con violencia hacia atrás. —¡Pi, pi, piiii! Un taxi que venía a toda velocidad no logró frenar a tiempo; pese a tocar el claxon con desesperación, embistió de lleno a María. El golpe la lanzó por los aires hasta que su cuerpo se estrelló contra el parterre de flores. Un dolor desgarrador le atravesó el pecho y un reguero espeso de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Instintivamente, María volvió la mirada hacia donde estaba Alejandro, pero solo lo vio proteger con ternura a Ana mientras subían al auto que conducía Carlos. De principio a fin, Alejandro no dirigió ni una sola mirada a María. Ella perdió el conocimiento. Permaneció dos días en el hospital. Durante ese tiempo, a través de los estados de WhatsApp de Ana, vio cómo Alejandro la acompañaba sin cesar a banquetes y eventos sociales. La boda estaba a la vuelta de la esquina, y Alejandro ya no podía ni quería fingir más. María, por su parte, también se preparaba para el plan del día de la boda. La tarde anterior a la ceremonia, Alejandro fue a recoger a María para darle el alta. Llevaba lirios de campanilla, las flores favoritas de María. —Estos días me comporté de forma demasiado impulsiva, vengo a disculparme. Pero tampoco debes seguir yendo contra Ana. —Mañana será nuestra boda, y te he preparado una sorpresa. María lo miró en silencio durante unos segundos y, de pronto, sonrió. Tomó las flores de las manos de Alejandro. —Justo a tiempo, yo también tengo una sorpresa para ti. Alejandro quedó perplejo un instante; una leve incomodidad le cruzó el rostro, aunque la ocultó enseguida. De regreso a la villa, el clima cambió de repente y comenzó a caer un fuerte aguacero. Con el estruendo de los truenos, Alejandro se volvió inquieto y ansioso. Mientras conducía con una mano, con la otra marcaba una y otra vez el número de Ana en su celular. Llamada tras llamada, nadie contestaba. De pronto, Alejandro dio un frenazo brusco y detuvo el auto al borde de la carretera. Tomó un paraguas del asiento y se lo tendió a María. —Tengo un asunto que atender, vuelve tú sola en taxi. Dicho esto, desabrochó el cinturón de seguridad de María y se inclinó para abrirle la puerta del auto. María no tomó el paraguas; se limitó a mirarlo y, sin una pizca de vacilación, bajó del auto y cerró la puerta tras de sí. Alejandro se quedó inmóvil un instante, mirando el paraguas en su mano, con un extraño sentimiento cruzándole el pecho. Abrió la puerta, dispuesto a alcanzárselo a María, pero en ese preciso momento entró la llamada de Ana. Su voz sonaba entre sollozos. —Alejandro, tengo mucho miedo... ven rápido... El semblante de Alejandro cambió de inmediato; retiró la mano del tirador de la puerta y arrancó el auto con rapidez. María permaneció en su lugar. Entonces se dio cuenta de que aún llevaba en la mano las flores que Alejandro le había regalado. Contempló las luces traseras del auto alejándose y dejó el ramo sobre un cubo de basura antes de tomar un taxi. Al llegar a la villa, recibió un mensaje de Alejandro. [La noche antes de la boda no debemos vernos. Esta noche no volveré]. María no respondió. Quizás por la lluvia, aquella noche le subió un poco la temperatura, y entre la somnolencia los sueños se sucedieron sin tregua. Unas veces veía a Ana llenándola a golpes hasta dejarla sin poder levantarse, pisoteándola para después humillarla. Otras veces veía a Alejandro mimándola, cocinando para ella, acompañándola a ver una película. Y otras, revivía su primera noche juntos, seguida de incontables momentos de pasión. Las lágrimas rodaron por las comisuras de los ojos de María, pero al despertar, en su mirada solo quedaba un frío glacial. El día de la boda coincidía con el séptimo día tras la muerte de su abuela. Cuando apenas despuntaba el alba, María tomó su equipaje y se dirigió al cementerio. Al salir de allí, tomó un taxi hacia el hospital, donde aguardaría para partir junto con los demás. De camino, abrió el grupo de WhatsApp y confirmó con todos los miembros los detalles y el plan de la boda. Después, buscó el canal de transmisiones en directo que había guardado y entró en él. En la pantalla apareció una influencer de facciones delicadas que saludaba sonriente a la cámara. —¡Hola a todos! Hoy, por invitación de una novia, hemos venido a presenciar su boda y transmitirla en vivo... María observó la pantalla del celular; en el fondo oscuro de sus ojos centelleaba una luz.

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