Capítulo 6
—Sofía, juguemos a un juego.
Esa frase era la pesadilla de la infancia de Sofía.
Sofía era la hija del medio en su familia, tenía una hermana mayor y un hermano menor.
Después del nacimiento del hermano menor, los padres centraron toda su atención en él. Como no tenían tiempo para cuidar a la pequeña Sofía, la dejaron a cargo de Ana.
En aquel entonces, Ana apenas era unos años mayor, era una adolescente rebelde. En una etapa en la que debería haber disfrutado de su juventud, sus padres la obligaron a quedarse en casa cuidando a su hermana menor, algo que detestaba profundamente.
Sin atreverse a enfrentarse a sus padres, Ana descargaba toda su frustración en Sofía, golpeándola y maltratándola sin piedad.
—Buaaa, Ana, no me pegues más, si sigues así, se lo voy a decir a papá y mamá —la pequeña Sofía, incapaz de defenderse, solo podía amenazar con contarles a sus padres.
Pero ante esa amenaza, Ana esbozaba una sonrisa extraña.
Decía: —Sofía, juguemos a un juego.
Y mientras sonreía de esa forma inquietante, tomaba los juguetes de Sofía y los estrellaba con fuerza contra su propia cabeza.
—Este juego se llama: a ver a quién le creen papá y mamá. —explicaba Ana, con la frente ensangrentada, pero sonriendo—. Vamos juntas a contarles, ¡a ver a quién de las dos le creen!
Dicho esto, Ana tiraba los juguetes, se cubría la frente llorando de dolor: —Buaaa, Sofi, no me pegues con los juguetes, lo que haces está mal, me duele mucho...
En aquel entonces, Sofía era muy pequeña; la sonrisa extraña de Ana y su rostro ensangrentado la aterraban tanto que ni siquiera podía hablar.
El resultado era evidente: los padres siempre le creían a Ana y encerraban a la atónita Sofía en una habitación, y la castigaban con brutales palizas.
Ana le tomó el gusto a ese juego, y fue cada vez más cruel. Maltrataba a Sofía en secreto, se hería a sí misma y, entre lágrimas, acusaba a su hermana menor de haberla golpeado.
Ese era el juego favorito de Ana cuando era niña.
Ya de adultas, Ana había dejado de hacerlo.
Sofía jamás imaginó que, tras tantos años, Ana volvería a recurrir a sus viejos trucos.
¡Y está embarazada!
—¡Ah—! Un desgarrador grito de dolor retumbó por toda la sala. Ana cayó rodando por las escaleras y quedó tendida en un charco de sangre.
Iván llegó de inmediato; al ver a Ana en medio de aquella sangre, su rostro se volvió aterrador.
Lanzó a Sofía una mirada llena de odio, como si deseara despedazarla en miles pedazos.
Pero al final no dijo nada; simplemente levantó a Ana en brazos y, sin perder un segundo, la llevó urgentemente al hospital.
Después de todo, lo más importante era salvarle la vida.
Iván se llevó a Ana al hospital, y poco después llegó Sofía.
Pero no por voluntad propia: Beatriz y Marta la arrastraron a golpes, tratándola como a una criminal.
—Iván, dijiste que Ana perdió mucha sangre y necesita una transfusión —preguntó Beatriz con gesto preocupado, mientras retorcía la oreja de Sofía y la empujaba brutalmente hacia adelante.
—Si Ana necesita sangre, ¡que le saquen la de ella! ¡Tienen el mismo tipo de sangre!
—¡Fue ella quien empujó a Ana, así que debe donar sangre para Ana! ¡Que le saquen toda la sangre que Ana necesite!
Aunque en el banco de sangre del hospital había suficiente, Beatriz insistió en que extrajeran la de Sofía para dársela a Ana.