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Capítulo 12

Él tiró de ella, pero no logró mover a Andrea. Salvador la miró desconcertado, solo para ver que ella observaba fijamente al viejo gitano, como si estuviera muy interesada. —¿Tú crees en esto? —Salvador le dijo en tono de reproche. Los ojos de Andrea brillaban con destellos, como pequeñas estrellas. Alzó el rostro, lo miró con anhelo y dijo: —He llegado a esta edad sin que nunca me hayan leído la suerte. Me da un poco de curiosidad. Salvador permaneció en silencio. —¿Puedo intentarlo? —Preguntó ella, con un dejo de entusiasmo en la mirada. Salvador echó un vistazo hacia el viejo adivinador y terminó por ceder: —Haz lo que quieras. Andrea sonrió radiante, corrió hacia el anciano y se agachó para estar a su altura. —Buenas tardes, señor. Me gustaría saber mi destino. El gitano sonrió. —Yo leo los huesos, señorita. Por favor, extienda la mano. Andrea la extendió de inmediato. El hombre que estaba de pie detrás de ella no pudo evitar mostrar cierto desagrado al verla tan emocionada, aunque terminó reprimiendo el fastidio y la impaciencia. Salvador conocía como nadie el carácter de ella. Siempre era como el agua clara: insípida, serena, sin una sola onda. Muy diferente del carácter vivaz y alegre de Julia. Era de por si muy raro verla mostrar esa clase de viveza y espontaneidad femenina. Dado que estaba tan contenta, que lo hiciera si quería. Y menos mal que no había nadie más alrededor. Si alguien malintencionado los grababa y lo subía a internet, ¿la señora Andrea creyendo en charlatanes que leen la suerte en la calle? Salvador no se podía permitir ese bochorno. El gitano ciego terminó de palpar los huesillos que usaba en su adivinación, y con amabilidad "miró" en dirección a Andrea. —Señorita, cuando lleguen los días en que las flores de primavera florezcan, allí el destino le mostrara a usted quien es el indicado. Esa frase la dejó algo confundida. Andrea preguntó: —¿Qué quiere decir? ¿Encontrar al destinado por el destino? Pero señor, yo ya estoy casada. —Andrea, vámonos. —Interrumpió Salvador. Dio un paso largo hacia ella y la tomó del brazo para levantarla. Miró por encima del hombro al anciano adivinador con frío desdén y dijo con desprecio: —Increíble que en esta época aún existan estafadores sociales como tú. Apenas terminó de hablar, Salvador la jaló con el rostro endurecido y se llevó a Andrea directamente. Andrea fue arrastrada por la fuerza con la que él la llevaba, tropezó y por poco se cae. Pero Salvador no se percató de ello. Estaba completamente dominado por la rabia. Ese charlatán claramente había insinuado que él no era el hombre destinado para Andrea. ¡Babosadas! Eran marido y mujer, Andrea era su esposa, habían crecido juntos desde pequeños. ¿Y él no era su destino? Entonces, ¿quién se suponía que sí lo era? —Cada vez hay más estafadores hoy en día. No vuelvas a involucrarte con esa clase de gente. —Dijo con frialdad. Andrea apretó los labios: —Yo solo... —¡Andrea! —La interrumpió de inmediato Salvador con el rostro endurecido. Se detuvo en seco, alzó la mirada y la clavó en ella: —No olvides quién eres. Su expresión era severa, y en el fondo de sus ojos ardía una cólera apenas contenida: —Eres mi esposa, no una chica cualquiera que anda por la calle. Andrea lo miró, sorprendida por un instante al ver el contorno rígido y frío del rostro del hombre. —¡Señorita! ¡Recuérdelo bien! La temperatura caerá de golpe, pronto llegará el crudo invierno. Solo quien resiste el invierno más largo podrá recibir la primavera en flor. —¡Cierre la maldita boca! —Espetó Salvador, girándose para gritar al viejo gitano. —Volvamos. —Dijo ella con calma, mirándolo. Ambos se habían molestado mucho por culpa de un simple adivinador. Era evidente que ya no podían seguir paseando por ese parque. Así que, uno delante y otro detrás, comenzaron a caminar rápidamente. Salvador, alto y de piernas largas, daba un paso y Andrea tenía que dar dos para seguirle el ritmo. Y como él aún estaba molesto, avanzaba con pasos grandes y rápidos, cada vez más rápidos... Sin la menor intención de esperarla. Andrea, caminando tras él, tenía que esforzarse mucho más. Al final, incluso tuvo que trotar ligeramente para apenas alcanzarlo. Así fue como, cuando por fin llegaron a la entrada de la villa, Andrea ya estaba empapada en sudor, las mejillas encendidas y respirando con dificultad. —¡Ay, señora Andrea! ¿Qué fue lo que le pasó? —Exclamó Clara, sobresaltada al verla así, y corrió a sostenerla. Andrea jadeaba profundamente: —Clara... agua, necesito... agua... —Ay, ay, está bien, señora Andrea, siéntese un momento a descansar. Clara la sostuvo mientras la guiaba hasta el sofá de la sala, y enseguida se dio la vuelta para ir a servirle un vaso de agua. En cuanto a Salvador, ya había subido las escaleras sin voltear siquiera a mirar atrás. La dejó sola abajo. Clara llevó la taza de agua, mirando a Andrea beberla de un solo trago, y con ternura le ayudó a recuperar el aliento. —Señora Andrea, ¿qué pasó entre usted y el señor Salvador? ¿Por qué regresaron así, empapados en sudor? El corazón de Clara volvía a encogerse. Claramente esta pareja había estado mostrando señales de reconciliación, ¿por qué de repente todo había vuelto a desmoronarse? Además, el señor Salvador había sido de todo menos caballeroso. Más allá de que la señora Andrea era su esposa, al menos seguía siendo una mujer. Dejó que una mujer tropezara y tropezara detrás de él sin siquiera voltear una sola vez a esperarla. Clara miraba el rostro delicado de Andrea, ahora sonrojado por el calor y el esfuerzo, y no pudo evitar sentir una profunda tristeza, los ojos se le llenaron de lágrimas. —Estoy bien, gracias por preocuparte, Clara. Quiero subir a darme una ducha primero. —Andrea ya había recuperado el aliento tras beber un poco de agua, y ahora su respiración era mucho más tranquila. Subió lentamente las escaleras, y al pasar junto al dormitorio principal, sus pasos se detuvieron. Andrea observó la puerta cerrada y extendió la mano para tocar. Cuando sus nudillos estaban a apenas un centímetro de la madera, su mano derecha se detuvo de repente. Su codo quedó suspendido en el aire durante un largo rato. Estaba en efecto dudando. Los segundos pasaron, tal vez minutos, y nadie sabría decir cuánto tiempo exactamente, pero al final Andrea retiró la mano. Al parecer, todavía no tenía el valor necesario. Con la cabeza gacha, se dirigió hacia la habitación de invitados. Esa relación ya había entrado en una zona peligrosa. Cuando terminó de ducharse, afuera ya había oscurecido por completo. Sentada frente al tocador, se secaba el cabello con una toalla y se aplicaba aceite en las puntas. Sus movimientos eran lentos, su mirada vacía, claramente ausente. Andrea pensaba en lo que le había dicho aquel anciano adivino al atardecer. ¿Qué era entonces eso de "Cuando florezcan por completo las flores de primavera, conocerás a la persona destinada para ti"? ¿Quién era esa persona "destinada"? "Flores primaverales en pleno esplendor", eso era fácil de entender. Cuando las flores florecen y el clima se vuelve cálido, sin duda es primavera. Andrea abrió el armario y sacó del fondo un fajo de documentos. Era el acuerdo de divorcio ya firmado por Salvador. Si ella quería, podía divorciarse en cualquier momento. Pero le había prometido a Manuel que, al menos hasta que el abuelo falleciera, aunque todo fuera una farsa, debía mantener frente a él la apariencia de un matrimonio amoroso con Salvador. Ese era después de todo el único deseo que Manuel tenía en ese momento. Manuel la trataba como a una nieta de sangre, y Andrea, por supuesto, no quería verlo enfermarse de disgusto ni sufrir por tristeza. Aunque fuera solo por gratitud. Al mismo tiempo, ella también tenía sus propias razones. Andrea corrió las cortinas y alzó la vista hacia el cielo nocturno. No se veía la luna, y apenas algunas estrellas. El cielo estaba cubierto de nubes oscuras que se acumulaban como enormes bloques. En la cena había estado ocupada atendiendo a los socios comerciales y solo había tomado un poco de vino tinto, casi sin probar ni un bocado. Además, después de haber corrido de regreso esa noche, había gastado mucha energía. Andrea comenzaba en efecto a sentir hambre. Abrió la puerta de su habitación y se dispuso a bajar. A esa hora, no tenía intención de molestar a Clara. Pensaba prepararse unos fideos, comer algo simple y ya. Apenas salió, notó que las luces del primer piso estaban encendidas: Salvador estaba en la cocina. Al parecer, él también tenía mucha hambre. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Andrea. Justo a tiempo. Ella no era muy buena cocinando fideos, cada vez que lo hacía, el resultado era una combinación entre algo comestible y algo desastroso... o sea, terriblemente malo. Además, sufría de gastritis, y lo único que planeaba era obligarse a comer un poco para no irse a dormir con el estómago vacío. Pero ahora parecía que ya no tendría que obligarse. Pensar en eso le mejoró un poco el ánimo. Antes, cada vez que Salvador regresaba tarde de una reunión y cocinaba él mismo, siempre la llamaba para que comieran juntos si aún estaba despierta. —¡Salvador, eres un idiota! Hoy te llamé tantas veces y no contestaste ninguna. La voz mimada de Julia sonó desde la cocina.

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