Capítulo 20
El joven la tomaba de la mano, sonriendo mientras jugaba con la lluvia.
Se inclinó y le dio un besito, luego levantó la mano para apartar las gotas de agua que caían sobre su cara. Sostuvo su carita con ambas manos, mirándola con intensidad. —Andrea, te amaré toda mi vida, estaremos juntos para siempre, ¡envejeceremos juntos en esta vida!
¿Envejecer juntos...?
Andrea extendió la mano y atrapó un pequeño granizo que se derritió al contacto.
¿Amarla toda su vida?
Se rio con desdén.
Después de tanto desvarío, ¿Qué es el amor? En su matrimonio, que no ofrecía ni la más mínima esperanza, el amor era como escribir poesía en el agua: se va borrando a medida que se escribe. Era como hacer un dibujo en la arena: lo trazas, pero sabes que pronto desaparecerá.
Era la constante elección entre dos caminos en los que, por siempre, ella era la que quedaba atrás, la que se sacrificaba.
En sus ojos comenzó a acumularse una densa neblina. Parpadeó y una lágrima, cristalina y transparente, resbaló por la esquina de su ojo, cayendo al suelo.
A pesar de haber tomado la decisión de irse, cada vez que pensaba en los momentos felices y bonitos de los últimos años, sentía como si le arrancaran la piel y los huesos, un dolor insoportable que la torturaba.
Caminaron en silencio, con la mirada perdida.
La lluvia caía con más fuerza. En tan solo unos minutos, ya era un mundo de agua.
Andrea siguió caminando hasta que sus manos y pies se pusieron fríos. De repente, apareció una sombrilla sobre su cabeza.
Se quedó paralizada, giró y miró hacia atrás, completamente desconcertada.
Un hombre había aparecido detrás de ella.
Andrea pudo sentir que, en el momento en que sus miradas se encontraron, él también se quedó inmóvil, como sorprendido.
Hubo un instante de tensión en el aire entre los dos.
Su cara era tan perfecta que no se le podía hallar defecto alguno. Una ligera sonrisa adornaba sus labios, y aunque sus ojos eran cautivadores, no había ni un atisbo de desdén o vulgaridad en su mirada.
Tan solo había ternura y elegancia.
Andrea permaneció atónita, era la primera vez en su vida que se encontraba con un hombre que la dejara sin palabras, que la sorprendiera tanto.
En ese instante, en la mente de Andrea solo había una palabra para describir al hombre frente a ella.
Excepcional, un ser raro en el mundo.
—Señorita Andrea, esta lloviznando y el suelo está resbaladizo, ¿por qué no trae una sombrilla? —La voz del hombre era muy suave, mucho más agradable de lo que Andrea había imaginado, tal vez cien veces mejor.
—¿Nos conocemos acaso? —Andrea no pudo evitar preguntar.
Siempre había sido más perspicaz que los demás, así que cuando vio al hombre por primera vez, algo en sus ojos, una suave sonrisa, le hizo percibir una leve y extraña fluctuación.
Parece que él la conocía desde hacía mucho tiempo.
Andrea no entendía por qué sentía esa extraña intuición, esa confianza inexplicable, pero su instinto se lo decía.
El hombre sonrió levemente: —La hija de la familia López, en San Verano, por supuesto que todos te conocen. Hola, me llamo Sebastián.
Andrea levantó la vista de golpe.
¿Sebastián?
¿El único heredero de la familia Torres que rompió relaciones con su familia?
—Señorita Andrea, tenga cuidado de no resfriarse. —Apenas terminó de hablar, Sebastián le puso el mango de la sombrilla en la mano y se quitó la bufanda para dársela a Andrea.
Él seguía llamándola "señorita Andrea", sin al parecer verla como lo que ella era, "la esposa de Salvador".
Desde pequeña, Andrea había sido muy popular, los chicos siempre la rodeaban, sin fin, con entusiasmo.
Según la costumbre, él habría sugerido ofrecerle un paseo a casa.
Pero no lo hizo.
Aquel suceso hizo que Andrea no lo desechara tan fácilmente. Después de todo, ella era una mujer casada, si un hombre extraño la acompañara hasta su casa, eso sí sería bastante raro.
Salvador podía no prestar atención a las fronteras entre hombres y mujeres, aceptando a otras mujeres sin reservas.
Pero ella no era esa clase de mujer.
Ella no aceptó la bufanda, sino que sostuvo la sombrilla y le agradeció.
—Señor Sebastián, mire aquí está la sombrilla, muchas gracias por la sombrilla, le transferiré el dinero, así consideremos que yo la he comprado.
Prestar una sombrilla y luego devolverla crea un lazo, pero Andrea era una persona que evitaba los problemas.
Tampoco lo veía necesario.
Solo se trataba de una pinche y barata sombrilla, pero si ella no lo devolvía, quedaría como si estuviera justificándose demasiado, sin mostrar gratitud alguna.
En cuanto a rechazarlo...
Levantó la vista y miró cómo la lluvia seguía copiosa cayendo cada vez más fuerte. Decidió desechar esa idea de inmediato.
Si no quería ser empapada de agua antes de llegar a la villa, lo mejor era que llevara la sombrilla y regresara a casa sin más.
—Señorita Andrea, sí que piensas como una empresaria. —Sebastián sonrió ligeramente: —No hace falta devolvérmelo ni pagar por él.
—Señorita Andrea, en invierno oscurece temprano, mejor regrese a casa temprano. —Sebastián la miró con suavidad y dijo con seriedad: —Si hay oportunidad de vernos nuevamente, ¿podría hacerme un pequeño favor?
Andrea estaba algo confundida: —¿Qué dices?
—Estemos por favor en contacto.
Si tuviera la oportunidad de verlas nuevamente...
Antes de que Andrea pudiera reaccionar, Sebastián ya se había dado vuelta y se adentró en el viento helado.
Dentro de la villa.
Salvador había estado inquieto estos días, probablemente por no haber descansado lo suficiente.
Llevaba varios días viajando entre la empresa y el set de filmación, además de tener que hacerle compañía a Julia para animarla. Era normal que a veces no tuviera energía para todo.
Sin embargo, ese bendito tick que tenía en su párpado derecho había provocado que Salvador no fuese a la filmación por la tarde.
Julia estaba algo molesta y murmuró algunas quejas.
Por su parte, Salvador también hizo que su asistente comprara el bolso más reciente y se lo enviara a Julia.
A las chicas les encantan esas cosas: joyas, bolsos, productos de belleza de alta gama y vestidos de alta costura.
A Salvador no le faltaba dinero, y si eso podía hacer que Julia estuviera feliz, no le importaba comprar más cosas.
Al regresar a la villa, se sentó solo en el sofá, mirando distraídamente su reloj.
Con tanta ventisca afuera, el chofer no había salido.
¿Qué estaría haciendo Andrea afuera?
Llevaba tanto tiempo sin regresar.
Una capa de irritación apareció en el entrecejo de Salvador, se puso el abrigo y salió de un golpe.
—¿Señor Salvador, a dónde se dirige usted? Déjeme avisar al chofer. —Clara corrió hacia él, sin tiempo para quitarse el delantal, algo nerviosa.
—No hace falta, yo la buscaré. —Salvador frunció el ceño, con el rostro frío como el hielo.
Sacó el auto del garaje, pisó el acelerador y salió rápidamente de la villa.
Mientras conducía, le marcó por teléfono.
No hubo respuesta.
La irritación de Salvador creció aún más.
—Ya tan grande y sigue comportándose como una niña, siempre con ese truco de huir de casa...
De repente, dio un frenazo.
En la orilla de la carretera estaba sentado un hombre mayor, el mismo que la última vez le había hecho una lectura a él y a Andrea, el farsante.
Salvador soltó una risa burlona. Nunca había creído en esos charlatanes, y solo Andrea caía en sus trampas.
Andrea...
De repente, se le ocurrió algo. Detuvo el auto en la carretera y caminó hacia el anciano ciego.
—Eh, viejo. —Salvador se detuvo frente a él, mirando al hombre desde arriba, y le preguntó: —¿La mujer por la que me hiciste esa lectura hace un tiempo, te ha buscado hoy?
El anciano levantó la cabeza. Sus "ojos" vacíos apuntaron con precisión hacia Salvador, mientras esbozaba una sonrisa enigmática.
—Señor, no desprecie a una persona sincera. Creo que su destino amoroso está en peligro. Si sigue así, temo que perderá a su verdadero amor y terminará en soledad.