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Capítulo 8

Entonces Manuel siguió persuadiendo: —Andrea, ustedes crecieron ante mis ojos. Los he visto desde pequeños hasta llegar al altar. Mantener un sentimiento por tantos años no ha sido nada fácil. —¿En serio estás dispuesta a rendirte ahora? Sé que eres bondadosa, también sé que Salvador sigue en tu corazón. ¿Por qué no puedes aguantar un poco más? Aunque me dé vergüenza, voy a decir unas cuantas palabras en favor de ese desgraciado. Andrea, espéralo, dale una oportunidad más, por favor. Cuando un obstáculo se interpone en una relación, hay que patearlo, moverlo, incluso destruirlo. Las largas pestañas de Andrea temblaron levemente, y sus manos, que descansaban sobre sus rodillas, se cerraron poco a poco. Las palabras de Manuel habían tocado sus emociones, y sus ojos comenzaron a enrojecerse. Manuel suspiró: —Andrea, tómalo como un favor personal. Los padres de Salvador murieron cuando era joven, y yo ya soy un anciano al borde de la muerte. Puede que un día simplemente no despierte más. —En el futuro, tú no solo serás su amor más profundo, también serás su única familia. Si tú también lo abandonas, si lo dejas, temo que Salvador no tendrá a nadie más a su lado. —Ustedes siempre tuvieron una conexión muy especial desde niños, siempre les gustó estar juntos. Esa fue una de las razones por las que, hace años, decidí que tú serías la esposa de Salvador, el hijo de la familia Vargas. —Manuel habló con una paciencia casi infinita: —¿No puedes quedarte? ¿No cambies de corazón, sí? Andrea escondió sus manos dentro de las anchas mangas de su ropa, solo así podía ocultar su constante temblor. Estaba haciendo un gran esfuerzo por contener sus emociones. Tal como Manuel había dicho, desde pequeña había aprendido a ser reservada, a no exteriorizar sus emociones, ya fueran de alegría, tristeza, ira o miedo. Siempre las guardaba en el fondo del corazón, siempre las soportaba sola. El espacioso salón de estilo chino cayó de pronto en un silencio absoluto. Andrea bajó la cabeza, luchando por detener ese temblor persistente. Quería decirle a Manuel... que no era así, que no era como él pensaba. Ella todavía amaba profundamente a Salvador. Su corazón nunca había cambiado. El que realmente había cambiado era Salvador. Él era quien ya casi no sentía lo mismo por ella, quien marcaba la diferencia entre cómo la trataba a ella y a la señorita Julia. Si no fuera porque no tenía otra opción, si no fuera porque esa relación la estaba desgastando, si no fuera porque el matrimonio se había vuelto una fuente constante de sufrimiento, humillación y decepciones interminables… nunca habría pensado en el divorcio. Pero lo más triste era que, incluso hasta ese momento, su corazón no podía mentir. Podía engañar a los demás, pero jamás a sí misma. Andrea seguía queriendo a Salvador, con la misma intensidad de aquel amor apasionado de años atrás. Pero ¿de qué servía querer a alguien? Ya estaba cansada de luchar en vano, exhausta tanto física como emocionalmente. Todo su entusiasmo se había transformado en una profunda decepción. Así que, para protegerse, eligió soltarlo. Eligió bendecir esa relación… la de ellos dos. —Andrea, ¿de verdad has decidido marcharte? —Preguntó Manuel con resignación. Esta vez, Andrea finalmente levantó la cabeza. Sus hermosos ojos, puros y límpidos, ya estaban colmados de lágrimas. Sus párpados enrojecidos contrastaban con la ligera curva que se dibujaba suavemente en sus labios. Miró a Manuel y dijo en voz baja: —Perdóneme, abuelito. Manuel se llevó una mano al pecho y tosió un par de veces. Su rostro se puso de inmediato rojo púrpura. Andrea se levantó de golpe, alarmada y llena de preocupación: —¡Abuelo! ¿Está bien? ¿Le duele algo? ¿Se siente mal? Apenas terminó de hablar, intentó llamar a alguien, pero Manuel la detuvo al instante. El anciano agitó una mano, se sostuvo el pecho mientras recuperaba el aliento y le sonrió con ternura: —Te asusté, ¿verdad, Andrea? Fue mi error. —Abuelito, ¿qué le pasa realmente? ¿Y si llamamos al médico familiar para que lo revise? —Andrea seguía intranquila. Su abuelo biológico había fallecido cuando ella nació. En la vida de Andrea, Manuel había cumplido ese rol: el de un verdadero abuelo. Manuel era una persona sumamente importante para ella, un ser querido muy, muy cercano. —Es lo de siempre, una vieja dolencia. Siempre pasa lo mismo, no hay necesidad de molestar a nadie. —Manuel la tomó de la mano y la hizo sentarse de nuevo. Manuel la miró a los ojos y le preguntó: —¿Recuerdas el incendio de cuando tenías dieciocho? Las palabras de Manuel la transportaron de inmediato al pasado. Claro que recordaba aquel incendio a los dieciocho años. No solo lo recordaba, era algo imposible de olvidar. Aquella pesadilla tan aterradora jamás se borraría de su memoria. El aire estaba saturado de un humo espeso que quemaba la nariz, y los ruidos eran constantes y ensordecedores. Ella trataba desesperadamente de huir, pero el humo negro que venía de frente le irritaba tanto los ojos que ni siquiera podía abrirlos. El humo de un incendio libera una toxicidad tremenda: no solo asfixia, también quema los ojos. Le dolía... Le dolían muchísimo los ojos, las lágrimas no paraban de caer, pero aun así no lograban aliviar ni un poco el ardor. Corría a trompicones, tratando de escapar, cayendo una y otra vez, sin recordar cuántas veces había caído en medio de ese caos. Solo recordaba que tenía los ojos cerrados, que aguantaba la respiración y que se dejaba llevar por el instinto, luchando por sobrevivir de la forma más precaria. La desesperación era mucha mientras el fuego se avivó. A sus dieciocho años, Andrea sentía que el mundo entero se había convertido en una humareda que la asfixiaba y le hacía sentir que no podía respirar. Su conciencia empezó a desvanecerse poco a poco, al mismo ritmo que aumentaba la temperatura del aire. A su alrededor, además del constante crepitar de las llamas, solo quedaban los gritos y los llantos que se iban debilitando con el paso de los segundos. Andrea lo entendía perfectamente: cada vez que esas voces se apagaban un poco más, significaba que alguien más había caído, que otro ya no podía resistir. En un momento tan decisivo entre la vida y la muerte, comprendió cuán frágil podía ser la existencia humana. El miedo la invadía por completo. Las lenguas de fuego se acercaban, y ella finalmente perdió el conocimiento. En el momento en que cayó al suelo, Andrea, con dieciocho años, suspiró con desesperanza en su interior. Pensó que probablemente iba a morir. Pero no murió. Cuando una persona sobrevive a una desgracia, siempre llegará la buena fortuna. Eso fue lo que cruzó por su mente en el instante en que recobró la conciencia. Fue Salvador. Él la había cargado a la espalda, corriendo desesperadamente hasta salir del edificio, alejándola por completo del incendio. Ella yacía sobre la espalda del joven, con la mejilla suavemente apoyada en su hombro delgado. En aquel entonces, Salvador aún no era tan fuerte como ahora. Él era en ese entonces un inmaduro, lleno del entusiasmo juvenil, pero con una leve torpeza propia de su edad. Sin embargo, Andrea sintió que el tiempo se detenía. Su espalda era tan cálida y firme, lo suficientemente amplia como para sostenerle todo el cielo, como para llevarla por todo el mundo y mostrarle cada rincón lleno de ternura y calor humano. Desde ese instante, todo el amor y todo el odio de su vida nacieron de una sola persona. Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó sobre la mesita. Estaba comenzando a flaquear. —Sé que ahora es un idiota, pero él solo estaba enfermo, perdió la memoria durante dos años completos. Fue una vida completamente diferente, que de una u otra forma afecta al hombre que es ahora. —Manuel vio su vacilación, así que siguió insistiendo y tratando de convencerla. —No lo abandones, ¿sí? De veras todavía es posible reconstruir lo roto. Además, aunque ya estoy viejo y no veo bien, no tengo el corazón confundido. Ustedes dos, como pareja, todavía tienen sentimientos verdaderos el uno por el otro. Como dice el viejo refrán: destruir un matrimonio ajeno es un pecado más grave que derrumbar una iglesia. El amor verdadero es escaso en este mundo. Si dos personas logran estar juntas, no deberían soltarse.

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