Capítulo 12
Las clases de danza fueron más exigentes de lo que Sofía imaginaba.
Cada mañana, junto a sus compañeras, estiraba piernas, abría hombros y repetía los entrenamientos básicos.
El sudor empapaba su ropa de práctica; por la tarde seguían los ensayos de coreografías.
Su cuerpo terminaba agotado, pero en su interior experimentaba una calma extrañamente plena.
Aquellos recuerdos que tanto dolían y que evitaba tocar quedaban, al menos por unas horas, aislados del presente.
Las compañeras eran amables.
Iban juntas a la abarrotada cafetería, se reunían a charlar y reír después de apagar las luces, y cuando Sofía se quedaba pensativa mirando por la ventana, ellas, en silencio, le dejaban sobre la mesa una taza de té con leche caliente.
Esa mezcla de compañía y distancia justa le resultaba cómoda y la llenaba de gratitud.
El club de danza se reunía dos veces por semana.
Santiago, como presidente, casi siempre asistía. No era estudiante de artes, sino de computación, con una carga académica pesada

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