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Capítulo 5

Al final, Isabela terminó pidiendo perdón. Sentía la vida escapársele poco a poco. La herida ya no dolía, pero la sangre no paraba. No tenía fuerzas ni para gritar. Aun así, los guardias seguían bloqueando la entrada del personal médico. —Lo siento, el señor Emiliano ordenó que hasta que ella no se disculpe, nadie puede entrar. Una enfermera, desesperada, trató de razonar con él: —¿No ves toda la sangre? —¡Con esta pérdida puede morir! ¿No es la esposa de Emiliano? ¿De verdad no les importa si se muere? El guardia dudó por un momento, hizo una llamada y luego respondió, helado: —Hasta que no se disculpe, nadie entra. —Si muere, será su elección. Isabela soltó una risa amarga. Abrió los ojos, la vista se le nublaba. Probablemente ya estaba perdiendo demasiada sangre. Intentó hablar, pero su voz apenas era un hilo seco. El guardia no la oyó, pero la enfermera, al verla mover los labios, se estremeció: —¡Acaba de dar a luz! —¡Fue parto y cesárea, dos días y dos noches de agonía! ¿Cómo pueden ser tan inhumanos? —¡Mírala, se está moviendo! ¡Está diciendo algo! La enfermera, desesperada, agarró el brazo del guardia: —¡Dice que va a disculparse! ¡Déjame entrar a detener la hemorragia! Pero no la dejaron pasar. Avisaron a Emiliano. Pasó una eternidad. Isabela perdió el conocimiento varias veces antes de oír, a lo lejos, la voz de su esposo. —¿Y esa es su forma de disculparse? —Patricia, no te preocupes, nadie te volverá a hacer daño mientras yo esté aquí. Un chorro de agua la despertó sobresaltada: Patricia sostenía al bebé, recostada contra el pecho de Emiliano, esperando su disculpa. Isabela, tendida en el suelo, se limpió el rostro con una mano temblorosa y murmuró un débil [lo siento]. Patricia, con una expresión lastimera, bajó la cabeza: —Emiliano, déjalo así. Sé que no lo hizo a propósito. —Además, una disculpa sin sinceridad no tiene valor. Hizo una pausa, fingiendo contener las lágrimas. —Rodrigo murió hace tantos años, ahora la señora de la casa es Isabela. La que debería disculparse soy yo. —Perdón, fui demasiado ambiciosa. Debí morir junto con Rodrigo... Emiliano le tapó la boca antes de que terminara: —No digas eso. —Tú eres la dueña de esta casa. La única. Las palabras de Emiliano se clavaron como una espada en el corazón de Isabela. Pero ella ya no sentía nada. Así se sentía morir por dentro. Volvió a sentirse agradecida de no haber borrado el contacto de su familia. —Isabela, arrodíllate y pídele perdón a Patricia. La voz de Emiliano rompió su breve alivio: le exigió que se arrodillara y le pidiera perdón. —Patricia ha estado con nosotros tantos años y nunca la hemos hecho pasar por una humillación. Pero tú la trataste así. Debes disculparte de rodillas. —Cuando Patricia esté satisfecha, mandaré a alguien a detenerte la hemorragia. ¿Satisfecha? Isabela pensó con desesperación: "¿bastará con arrodillarse? " "¿O también tendría que inclinar la cabeza, suplicar, rogarle a Patricia que la perdonara?" —No hace falta eso. —Dijo Patricia con fingida sorpresa, acercándose a ella. Pero cuando estuvo lo bastante cerca, le susurró con crueldad: —No puedes ganarme, Isabela. —Ni con el niño, ni con Emiliano. —Tu hijo no quiso alimentarse y lo llevaron a la UCI. Qué alivio, ¿verdad? Así no tendré que ensuciarme las manos. —¿De verdad creíste que me gustaría criar al hijo que tú pariste? Si muere, Emiliano y yo podremos tener el nuestro. Algo dentro de Isabela se tensó hasta el límite. Apretó la mano de Patricia, conteniendo el impulso de perder el control. —¿Aun así puedes quedarte callada? —¿Y si te digo que Emiliano y yo ya estuvimos en la cama? Su tono se volvió venenoso, casi orgulloso: —No pudimos evitarlo, fue pura pasión. ¿Sabes cuántas veces lo hicimos? ¡Seis en una sola noche! La cuerda dentro de Isabela se rompió. Sabía que no debía escucharla. Sabía que Patricia quería provocarla para luego acusarla. No era la primera vez que la incriminaba. Pero el instinto maternal era más fuerte que la razón. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Empujó a Patricia y alzó la vista hacia Emiliano. El mismo Emiliano que, antes del parto, le prometía amor eterno. Y resulta que ya la había traicionado. —Emiliano, yo solo intentaba ayudarla a levantarse... Patricia volvió a caer. Su vestido se manchó con la sangre del suelo, haciéndola ver aún más frágil. —¡Isabela! —Rugió Emiliano, enfurecido. La fuerza de su presencia la hizo temblar. Isabela sabía que los negocios de Emiliano no eran limpios. Sabía que para él, una vida no valía nada. Y ella solo tenía una. Se arrodilló, temblando. No sabía si del dolor o del miedo: —Perdón, no debí empujarla. La mirada de Emiliano era impenetrable: —No es suficiente. Isabela apretó los dientes, bajó la cabeza. La herida, que apenas había coagulado, volvió a abrirse; la sangre se filtró bajo ella. A nadie le importó. Isabela se inclinó ante Patricia una y otra vez, golpeando la frente contra el suelo. Pasó mucho tiempo hasta que Emiliano volvió a hablar: —Basta. Patricia no es como tú. Ella ya te perdonó. —Cuídate. ¿No querías un hijo? —Cuando salgas del hospital, tendremos otro.

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