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Capítulo 8

Tras un silencio, Emiliano dijo: —Digan cuánto les pagaron. Yo ofreceré el doble, pero quiero que ambas salgan con vida. El secuestrador rió con frialdad: —No traicionamos a nuestros clientes por dinero. —Piensa bien a quién eliges. Te doy diez segundos. —Diez, nueve, ocho... Emiliano vaciló. Ambas habían sido las mujeres más importantes de su vida, y elegir lo destrozaba. No podía arriesgarse. Si cualquiera de las dos moría, viviría atormentado para siempre. —Parece que la presión no es suficiente. Ordenó a sus hombres sacar a las dos mujeres. Tenían el rostro ensangrentado; Patricia parecía más herida, la llevaban cargando. —¿Se atrevieron a golpearlas? —Gruñó Emiliano entre dientes. En Puerto Esmeralda tenía muchos enemigos; no sabía quién estaba detrás, pero verlas golpeadas lo enfureció aún más. —¿Te duele verlas así? —Se rió el secuestrador, haciendo una señal con la mano. Sus hombres abofetearon a Isabela y a Patricia varias veces, y después les arrojaron encima una cubeta de agua fría. Patricia despertó sobresaltada, vio a Emiliano y gritó, desesperada: —¡No te preocupes por mí, sálvala a ella! —¡Acaba de dar a luz, está débil, primero rescata a Isabela! Emiliano la miró, dudando, y finalmente su expresión se endureció: —Isabela, le debemos demasiado a Patricia. No puedo traicionarla por ti. —Te prometo que la llevaré a salvo y regresaré a buscarte enseguida. —Suéltenla. —Ordenó Emiliano con frialdad. El secuestrador sonrió con sarcasmo: —Vaya, qué rápido decidiste. —¿Así que eliges a Patricia? Sin duda eres un hombre de palabra. —Entonces la vida de Isabela, nos la quedamos. Los hombres actuaron de inmediato: soltaron a Patricia y se llevaron a Isabela. Emiliano miró en dirección a donde se había ido Isabela, pero al mismo tiempo protegió a Patricia con el brazo. Había vivido muchos secuestros y sabía que podían traicionar su palabra en cualquier momento. Isabela ya estaba perdida, y no podía permitir que también se llevaran a Patricia. —¡Isabela, espérame! ¡Voy a volver por ti! Pero ella no le creyó ni una palabra. Ante la muerte, él seguía eligiendo a otra. Desde el momento en que entendió que ambas estaban secuestradas, Isabela ya había imaginado el desenlace. No sentía nada. Ni dolor, ni rabia. Le cubrieron los ojos, la golpearon y la arrojaron a un carro. Los secuestradores, confiados de que no podría resistirse, se relajaron. —Casi me da un infarto. ¡Ese era Emiliano! No puedo creer que hayamos secuestrado a su esposa. —¿Y qué? Todo salió bien. Patricia tenía razón: mientras esté ella, Emiliano pierde la cabeza. —Acelera. Dijo que la lleváramos mar adentro, al límite de aguas internacionales. Cuanto antes nos deshagamos de ella, antes cobramos. —Pobre mujer, dicen que acaba de dar a luz y que su marido ni la mira. —Cállate. Si Patricia se entera de que hablas a sus espaldas, no vivirás lo suficiente para gastar el dinero. Hubo un silencio tenso. Isabela escuchó todo sin sorpresa. Eso era exactamente lo que Patricia haría. Mar adentro. Pensó Isabela con desesperación: "Hermano, quizá no llegue a verte." Cerró los ojos, esperando la llegada de la muerte. De pronto, el carro emitió un estruendo y, tras un violento impacto, se detuvo. El conductor bajó maldiciendo, y luego todo quedó en silencio. El maletero se abrió. Isabela, con esfuerzo, abrió los ojos y, al ver quién estaba allí, las lágrimas le rodaron por el rostro. —Hermano, viniste a rescatarme.

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