Capítulo 4
De regreso a la habitación después del chequeo, Rosa se cruzó en el pasillo con Patricia.
Patricia la miró sorprendida un instante y enseguida le regaló una sonrisa dulce: —Carlos y Diego fueron a comprarme el almuerzo. ¿Tienes tiempo? ¿Charlamos un poco?
Rosa la observó, de pronto con curiosidad por saber qué era lo que realmente quería decirle.
En el jardín, el sol brillaba con suavidad.
Patricia se acomodó el cabello y, con tono nostálgico, dijo: —Carlos y yo fuimos compañeros en la universidad. Recorrió toda la ciudad por un libro para mí. Cuando tuve fiebre, no se movió de mi lado en tres días. Una vez mencioné un restaurante lejos, y terminó comprándolo solo para que el chef cocinara para mí cuando yo quisiera.
Rosa escuchaba en silencio, con el corazón oprimido por una mano invisible.
Así que Carlos sí sabía amar, simplemente, no la amaba a ella.
En su vida pasada había compartido cincuenta años a su lado y ni siquiera recordaba la fecha de su cumpleaños.
En cambio, a Patricia, con apenas una quemadura leve en la piel, la había colmado de cuidados y preocupación.
—Luego me fui al extranjero y perdimos contacto, hasta que volvimos a vernos. —Siguió Patricia. Al notar la expresión sombría de Rosa, sus ojos brillaron con orgullo. —Pero tranquila, solo somos viejos conocidos. A veces comemos juntos, nada más. No lo malinterpretes.
Rosa contuvo sus emociones, alzó la mirada y respondió con calma: —No hay malentendido. Al fin y al cabo, ya pedí el divorcio. De ahora en adelante, si ustedes quieren cenar, viajar o incluso casarse, no tiene nada que ver conmigo.
Terminó de hablar y se dio la vuelta para marcharse.
Pero Patricia de pronto la sujetó del brazo: —De verdad te equivocas, escúchame...
Antes de terminar la frase, su pie resbaló y cayó hacia atrás, arrastrando a Rosa con ella dentro de la fuente.
—¡Plash!
El agua helada la cubrió por completo. Rosa no sabía nadar; luchaba desesperada, el agua le invadía la nariz y la ahogaba hasta dejarla sin aire.
En su visión borrosa alcanzó a ver a Carlos corriendo hacia la fuente y lanzándose al agua sin vacilar, para levantar en brazos a Patricia.
Diego, con un pañuelo en la mano, le secaba con ternura el rostro empapado, sin dedicarle ni una sola mirada a Rosa, que aún se debatía en el agua: —¡Patricia! ¿Estás bien?
—Ayúdenme...
La voz de Rosa salió ronca, mientras sus dedos se aferraban con fuerza al borde de la fuente.
Carlos apenas le lanzó una mirada gélida, cargada de desprecio: —¿La empujaste tú a propósito?
El cuerpo de Rosa temblaba entero; quiso explicarse, pero Diego la interrumpió con impaciencia: —Papá, yo lo vi, fue ella. ¡No la salves! ¡Se lo merece!
Cuando algunos intentaron ayudar, Diego los detuvo: —¡No la ayuden! Es mi madre y se lo merece.
El corazón de Rosa se congeló por completo.
El agua la cubrió de nuevo, la sensación de asfixia la envolvió y su conciencia comenzó a desvanecerse...
Cuando volvió en sí, estaba en una habitación de hospital, sola.
Rosa se incorporó, tomó el celular y reservó un boleto de avión.
La aerolínea la llamó para confirmar el itinerario. Ella contestó con calma: —Sí, partiré en siete días.
Aún no había terminado de hablar cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Carlos y Diego estaban parados en el umbral, mirándola fijamente:
—¿Y ahora a dónde piensas ir?