Capítulo 8
Rosa fue encerrada en una habitación oscura. Siguiendo las órdenes de Diego, los guardias arrojaron dentro serpientes y ratas, y subieron el aire acondicionado a la temperatura más alta.
Ella se acurrucó en un rincón, el sudor empapando su delgada ropa.
En la penumbra, podía escuchar el siseo de las serpientes y el correteo de los roedores.
El miedo la invadía como una marea, pero ya no tenía fuerzas ni para gritar.
Ese era el castigo que le daban el hombre al que había amado tantos años, y el hijo que había llevado diez meses en su vientre.
Tres días después, al salir, estaba irreconocible: pálida como el papel y con los labios agrietados y sangrantes.
Desde la sala se oía el sonido melodioso de un piano. Patricia le enseñaba a Diego a tocar. Él, dócil y concentrado, no mostraba ni rastro de la crueldad con que trataba a Rosa.
Carlos estaba de pie junto a la ventana. El sol lo envolvía en un halo dorado mientras miraba a los dos frente al piano, con una sonrisa en los labios que Rosa jamás había visto dirigida hacia ella.
Apoyada contra la pared, Rosa sintió que todo aquello era una broma cruel.
Ella había luchado con todas sus fuerzas por encajar en esa familia, y nunca fue más que una extraña.
Ahora, estaba dispuesta a salirse del todo, a dejarles el camino libre.
…
El último día del periodo de reflexión para el divorcio, Rosa se levantó temprano.
Preparó un desayuno abundante, huevos dorados a la plancha, pan tostado crujiente y una taza de leche caliente.
Diego entró en la cocina, restregándose los ojos, con la nariz inquieta por el aroma: —¡Qué rico huele! ¡Yo también quiero comer!
Rosa colocó lentamente el tenedor en la mesa: —Ya no queda.
—¡Entonces hazme mañana! —Pidió el niño, con tono imperioso y el gesto malhumorado.
—No habrá mañana. —Respondió ella suavemente, con una voz que cortó de raíz cualquier esperanza.
Diego se quedó perplejo unos segundos y después empezó a patalear y rodar por el suelo: —¡¿Por qué no me das de comer?! ¡Eres una mala madre!
Carlos entró al escuchar el escándalo, el ceño fruncido: —¿De verdad tienes que desquitarte con el niño?
La miró desde lo alto, con severidad: —¿No crees que es excesivo tratar así a tu propio hijo?
Rosa levantó la vista y lo sostuvo con calma: —Solo dije la verdad. ¿Eso también es maltratar?
Carlos, desconcertado por su firmeza, iba a responder, pero Diego lo jaló impaciente: —¡Papá, vamos con Patricia! ¡Ella sí sabe, es mejor que mamá!
Rosa los vio disponerse a salir y entonces habló: —Un momento. Hoy es el último día del periodo de divorcio. ¿No vas a venir conmigo a firmar los papeles?
Diego la interrumpió con gritos: —¡Papá, vámonos ya!
En ese mismo instante sonó el teléfono de Carlos. Era Patricia.
—Carlos, Diego me dijo que se le antojaba un pastel. Lo preparé como pude, ¿quieren venir a probar un poquito?
Los ojos de Carlos se suavizaron de inmediato: —Claro, enseguida vamos.
Ni siquiera miró a Rosa; simplemente tomó de la mano a Diego y salió con él.
La puerta de la mansión se cerró. Rosa sonrió con ironía.
Al parecer, esta vez el acta de divorcio tendría que recogerla sola.
…
En la oficina del registro civil, la funcionaria le entregó dos libretas rojas: —¿El esposo no vino?
—Está ocupado. —Respondió Rosa con una sonrisa, guardando una en su bolso.
Al volver a casa, dejó la otra en la mesa de la sala.
Después tomó la maleta que ya había preparado y abandonó la casa en la que había vivido diez años.
De camino al aeropuerto, contempló el paisaje por la ventana y, de pronto, recordó la escena de su vida pasada en su lecho de muerte.
Ella postrada en la cama, mientras Carlos y Diego rodeaban a Patricia, sin dirigirle siquiera una mirada.
En esta vida, sería distinto.
No sería la esposa de nadie. No sería la madre de nadie. ¡Sería la princesa de su propia vida!