Capítulo 12
Los dos estaban conversando cuando se acercó Catalina.
—Abuela, ¿me llamó por algo en particular? —preguntó.
Doña Luciana estaba sentada en su silla, observando a Catalina con una mirada crítica, en su rostro se reflejaba un claro desprecio.
Si no fuera por esa desgraciada, su nieto mayor se habría casado con la hija de la respetable familia Herrera.
Últimamente, esa mujer parecía haber cambiado bastante. Antes llevaba el cabello liso y sin arreglar, pero ahora lo tenía teñido y rizado en un tono borgoña muy sensual.
Ya no vestía con esos atuendos anticuados y conservadores de siempre. En su lugar, lucía un vestido de colores vibrantes y llamativos.
Pero lo más sorprendente era que, en lugar de opacarla, aquellos colores resaltaban aún más su belleza. Se veía deslumbrante, seductora, como una hechicera capaz de robar almas.
Doña Luciana, de mentalidad rígida y tradicional, detestaba a las mujeres que se arreglaban demasiado, como si quisieran atraer miradas a toda costa.
Doña Luciana, enfurecida, alzó la voz: —¡Una señora Guzmán vestida con semejante vulgaridad! ¡Es una vergüenza para esta familia! ¡Llevas tres años en esta casa y ni un solo hijo has dado! ¡Aquí no aceptamos gallinas que no ponen huevos!
—¡Arrodíllate ahora mismo y pídele perdón a nuestros antepasados!
A un costado, Florencia esbozó una expresión de satisfacción maliciosa.
Ella soltó: —Catalina, una mujer como tú ya habría sido echada a la calle hace rato. La abuela ha sido demasiado generosa solo pidiéndote que te arrodilles.
Catalina miró a Florencia con frialdad y esbozó una leve sonrisa.
—Abuela, tener hijos no depende solo de mí. Me hice los exámenes médicos antes de casarme, y todo estaba perfectamente bien. Si hasta ahora no he quedado embarazada, está claro que el problema no es mío.
Doña Luciana se enfureció aún más. —¿Estás insinuando que el problema es de mi nieto?
Catalina respondió con cierta vacilación: —No es que Alejandro tenga un problema... Es que Alejandro... simplemente no puede.
¡Doña Luciana no fue la única sorprendida! Florencia también quedó en shock.
—¡Eso es mentira! —espetó Florencia, al recobrarse—. ¡Alejandro no quiere tocarte! ¡¿Cómo va a ser que no puede?!
—Señorita Florencia, llevo tres años casada con Alejandro. Créame, sé muy bien si puede o no. Además, la señorita Valentina regresó hace más de medio año, están juntos todo el tiempo, incluso vuelven de madrugada a su "nido de amor"... y sin embargo, su vientre sigue igual.
Catalina negó con la cabeza, mostrando decepción. —¿No está más que claro si Alejandro puede o no?
Luego, se volvió hacia doña Luciana.
—Abuela, en vez de seguir buscándome problemas, debería llevarlo al médico cuanto antes. Si siguen postergándolo, la familia Guzmán podría quedarse sin heredero.
Doña Luciana ya estaba al tanto de lo de Alejandro y Valentina.
Aunque pensaba que Valentina tampoco tenía el nivel suficiente para entrar en la familia Guzmán, no le molestaba que la mantuvieran como amante.
Sobre si Alejandro era funcional o no, aún había dudas.
Pero que Catalina se atreviera a mencionar en voz alta que la familia Guzmán podría extinguirse, casi la hizo perder el conocimiento del enojo.
Las personas mayores no toleran escuchar la palabra "extinción".
Doña Luciana respiraba con dificultad, el pecho le subía y bajaba con violencia. —¡Catalina, maldita desgraciada! ¡¿Te atreves a maldecir a la familia Guzmán?! ¡¡Alguien, aplíquenle el castigo familiar!! ¡¡Y quítenle esa ropa!!
Dos sirvientas se acercaron con paso firme y actitud agresiva.
Florencia, al ver la escena, se emocionó tanto que le temblaban las manos.
Sacó rápidamente su celular, lista para grabar el momento en que Catalina se arrodillara suplicando, y así enviárselo a Valentina.
Sin decir palabra, las sirvientas levantaron los brazos y le propinaron una fuerte bofetada a Catalina.
Los sirvientes de la antigua residencia de los Andino sabían muy bien que doña Luciana no la quería.
Cuando Catalina intentaba defenderse de una acusación falsa, era considerada insolente.
Solo hacía falta que doña Luciana estuviera de mal humor para ordenar que le aplicaran el "castigo familiar".
Y como era la abuela, Catalina no podía resistirse. Si lo hacía, la tacharían de irrespetuosa.
Alejandro no la defendía, y los sirvientes, siempre atentos a quién tiene el poder, la maltrataban sin piedad.
Durante los castigos incluso la pellizcaban con fuerza a escondidas.
Cada vez que regresaba a su habitación, su cuerpo estaba cubierto de moretones.
Pero esta vez, al ver a las sirvientas alzando la mano para golpearla, Catalina no mostró ni un atisbo de miedo.
Agarró la muñeca de una de ellas y, con un movimiento firme, le devolvió una bofetada con toda su fuerza.
¡Paf!
Seguido, lanzó una patada que hizo volar a la otra sirvienta por el aire.
¡Pum!
El sonido seco de la bofetada y el golpe sordo del cuerpo cayendo al suelo dejaron a doña Luciana y a Florencia paralizadas.
Catalina miró con frialdad a todos los presentes, y finalmente fijó su mirada en las dos sirvientas.
—¿En qué siglo estamos, que todavía se atreven a aplicar castigos privados? ¿Se creen por encima de la ley? ¿Quién les dio esa maldita autoridad?
¿Quién?
Por supuesto, doña Luciana.
Ver que Catalina se atrevía a usar la fuerza delante de ella hizo que el rostro de doña Luciana se pusiera pálido de la rabia.
Temblando, levantó un dedo y apuntó a Catalina. —Tú... tú... ¡descarada desobediente!
Antes de terminar la frase, doña Luciana perdió el aliento, los ojos se le pusieron en blanco y se desmayó al instante.
Gritó Florencia, presa del pánico. —¡Abuela! ¡Abuela, ¿estás bien?!
—¡Una ambulancia, rápido! ¡Doña Luciana se desmayó!
El lugar se sumió en un caos total.
...
Esa noche, Catalina acababa de salir de la ducha cuando escuchó golpes fuertes en la puerta.
—¡Toc, toc, toc!
Los golpes eran tan intensos que hasta la puerta vibraba.
Catalina se molestó y miró por el visor.
Alejandro la había encontrado.
No era raro. Estaban en Puerto Esmeralda; si él quería encontrar a alguien, le resultaba demasiado fácil.
Dudó por un momento, pero finalmente abrió la puerta.
El rostro del hombre, apuesto y de rasgos marcados, estaba medio cubierto por las sombras bajo la tenue luz.
Catalina habló con frialdad: —Señor Alejandro, ¿vino a hablar sobre el divorcio?
Bajo la luz parpadeante, el rostro del hombre, tan perfecto como una escultura, quedó al descubierto.
—Catalina, parece que no sientes ni un gramo de remordimiento.
Catalina respondió con sorpresa: —¿Y por qué debería?
Los labios delgados de Alejandro se apretaron con fuerza, y sus ojos, oscuros como el abismo, parecían cubiertos por una capa de hielo, emanando una frialdad cortante.
—Mi abuela sufrió un infarto. Fue por tu culpa. Está en el hospital.
Catalina reaccionó con total indiferencia. —Ah.
Los ojos de Alejandro se oscurecieron aún más, y su voz grave y helada parecía envolver el ambiente con escarcha.
—Pídele perdón a mi abuela. No te detengas hasta que te perdone.
—No he hecho nada malo. ¿Por qué debería disculparme? —replicó Catalina con frialdad—. No la toqué, ni la insulté. Ella fue quien me llamó a la casa y se alteró sola. ¿Qué tengo yo que ver?
Antes de venir, Alejandro había visto el video grabado por Florencia.
—¿Aún dices que no hiciste nada, cuando golpeaste a las sirvientas delante de ella? —Su rostro se endureció aún más. —No importa cuánto quieras llamar mi atención, Catalina. Todo tiene un límite. Si cometes un error, debes pagar las consecuencias.