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Capítulo 3

Al ver la situación, Valentina dijo en voz baja: —Tal vez la señorita Catalina quería verte tanto que vino a buscarte, ¿no? Al escuchar esto, lejos de mostrar alegría, Alejandro arrugó la cara con incomodidad. —¿Me estás siguiendo, Catalina? Antes, Catalina habría corrido a explicarse. Pero en ese momento, lo único que sentía era una inexplicable repulsión. Desde que Valentina regresó, ese tipo de espectáculo se repetía a cada rato. Estaba verdaderamente agotada. Una vida a cambio de finalmente abrir los ojos... ni siquiera sabía si había perdido o ganado. Catalina dijo de pronto: —Alejandro, divorciémonos. Alejandro se quedó atónito. —¿Qué dijiste? Mirándolo directamente a los ojos, Catalina repitió palabra por palabra: —Divorciémonos. El semblante de Alejandro se oscureció. Con tono sarcástico, soltó: —¿Otro truco más? ¿Y ahora vienes con lo del divorcio? Catalina, no tengo tiempo para tus juegos. A un lado, Valentina la miraba con burla en los ojos. Se cubrió la boca y soltó una risita. —Señorita Catalina, eso de fingir que lo dejas para que vuelva a ti... no funciona. Las mujeres deberían dejar de usar el divorcio como amenaza cada vez que algo no les sale. Es mejor poner los pies en la tierra... tal vez eso te sirva más que hablar de divorcio todo el tiempo. Alejandro, como si ya estuviera convencido de que todo era un berrinche, dijo con frialdad: —Catalina, deja de seguirme. Detesto a las mujeres que no dejan de fastidiar. Valentina fingió preocuparse. —Alejandro, quizá la señorita Catalina solo quería llamar tu atención... Catalina soltó una risa helada. —¿Que si de verdad quiero divorciarme o si solo es una táctica para atraerlo? Pues cuando firmemos el divorcio, lo sabremos, ¿no? Dirigió su mirada a ambos. —Tú tan dispuesto, y ella tan entregada. Ahora que les dejo el camino libre, ¿por qué no se alegran? Alejandro no creyó ni por un segundo que Catalina realmente quisiera divorciarse. Estaba convencido de que ella usaba el divorcio como una amenaza, lo que solo aumentó su repulsión. Sus ojos, negros y profundos, parecían cubiertos de escarcha, fríos como una cuchilla. —Catalina, no importa qué truco uses, no servirá de nada. Solo lograrás que te deteste más. Al mirar al hombre que tenía delante, tan seguro de sí mismo, Catalina sintió una tristeza abrumadora. ¿Qué tan humillada había estado antes, para que Alejandro pensara que todo lo que hacía era solo para agradarle, solo para llamar su atención? Su rostro se fue endureciendo poco a poco. —Entonces esperemos a ver qué pasa. Decidió que, en cuanto tuviera listo el acuerdo de divorcio, se lo tiraría a la cara. ... Al bajar, el auto de Ignacio ya la esperaba frente a la puerta. Al verla con el rostro descompuesto, no pudo evitar reír. —¿Qué es esa cara? ¿Quién te molestó ahora? Catalina apretó los labios. —Me encontré con Alejandro y su primer amor. Una chispa de comprensión pasó por los ojos de Ignacio. —¿Y? ¿No salió bien la conversación? —Él no cree que de verdad quiero divorciarme. —¿Y no piensas contarle lo del bebé? Al mencionarse el tema, Catalina sintió un dolor punzante en el pecho. Respondió con frialdad: —No. Si Alejandro se enteraba de que había perdido al bebé, no solo no le dolería, probablemente hasta diría que se lo merecía, que no era digna de llevar a su hijo. ¿Para qué iba a humillarse más? Cuando cerró la puerta del auto, Ignacio le preguntó: —¿A dónde quieres ir? ¿Vas a volver a la casa que compartes con Alejandro? La palabra "casa conyugal" le sonó extremadamente irritante. —No —respondió tras pensarlo un poco—. Llévame al apartamento donde vivía antes. Cuando me recupere, volveré a la casa solo para recoger mis cosas. Ignacio asintió y añadió: —El próximo mes es el cumpleaños número ochenta del señor Diego. Mis padres quieren que pase a saludar y que asista a su fiesta. Ignacio hizo una pausa antes de continuar: —Pedro volvió hace poco. Hace años que no se ven. ¿Quieres venir conmigo a saludarlo? —¿Pedro volvió? —Al mencionar a Pedro, la expresión de Catalina se suavizó un poco. —Está bien, voy contigo. De pequeños, la familia Fernández y la familia Sánchez eran vecinos. Catalina y Pedro crecieron juntos; prácticamente eran inseparables desde niños. Con el tiempo, la familia Fernández prosperó y se mudó al extranjero. Catalina nunca olvidaría que, cada vez que alguien la molestaba, Pedro siempre era el primero en defenderla. Antes, por Alejandro, había dejado de lado hasta su vida social. Ahora, estaba decidida a recuperar todo lo que había dejado atrás por él. ... Aquel mes pasó rápidamente. Ignacio contrató personal médico especializado para cuidar meticulosamente de Catalina, logrando que su salud se recuperara por completo, sin secuelas. Durante ese tiempo, Alejandro no volvió ni una sola vez a casa. Ni siquiera envió un mensaje o hizo una llamada. Catalina miró la pantalla de su teléfono. Al ver el historial de mensajes que ella sola había enviado, sintió una tristeza mezclada con burla. Una página llena de texto... y todas eran palabras que solo salieron de ella. Alejandro no respondió ni una sola vez. Quizá ni siquiera los había leído. Catalina cada vez sentía con más claridad que este matrimonio no tenía nada que valiera la pena conservar. Ignacio llamó por teléfono. —Catalina, ¿estás lista? La fiesta por el cumpleaños del señor Diego está a punto de iniciar. Catalina respondió afirmativamente y bajó enseguida. Ambos llegaron al lugar del evento. La familia Sánchez era una de las más antiguas y respetadas de Monteluz, conocida por haber dado al mundo grandes personalidades. El señor Diego, en su juventud, también había sido un hombre de grandes méritos militares, muy admirado y respetado. Muchos miembros de la élite querían establecer lazos con la familia Sánchez. Pero el señor Diego era un hombre de principios y detestaba el tráfico de influencias o los favoritismos. Por eso mismo, la familia Sánchez tenía una posición única en Monteluz. Ser invitado a una celebración como esta era considerado todo un privilegio. Después de entregar la invitación, Catalina e Ignacio ingresaron al evento. Justo en ese momento, el teléfono de Ignacio empezó a sonar. Él echó un vistazo al identificador y le dijo a Catalina: —Quédate aquí un momento. Voy afuera a contestar. Ella asintió con la cabeza. Ignacio apenas se había alejado cuando una voz llena de asombro resonó a sus espaldas. —¡Dios mío, Catalina! Que sigas a Alejandro hasta el hospital ya es una cosa, ¿pero ahora incluso vienes a colarte a una fiesta tan importante como esta? Catalina se giró y vio a Valentina acercándose, sosteniendo del brazo a una anciana de cabello completamente gris. No era otra que la abuela de Alejandro, doña Luciana. Los ojos de doña Luciana estaban cargados de crítica y desdén. Al posar su mirada sobre el costoso vestido de Catalina, sus pupilas se entrecerraron con visible enfado. —¡Pero qué descaro el tuyo, Catalina! Alejandro se parte el alma trabajando en la empresa, y tú, una mujer derrochadora, te gastas su dinero como si nada. Doña Luciana alzó el dedo, furiosa, señalando a Catalina. —¡Te ordeno que te quites ese vestido ahora mismo y se lo des a Valentina! Doña Luciana, con sus muchos años de vida, tenía un ojo muy entrenado. Era alguien que reconocía el valor de las cosas a simple vista. Y con solo una mirada supo que el vestido que llevaba Catalina costaba, como mínimo, varios millones. Para una familia poderosa como los Guzmán, unos millones no eran nada. Pero gastarlos en una mujer como Catalina era, para ella, el colmo. Esa mujer no merecía llevar una prenda tan elegante. Catalina la miró con frialdad, sin inmutarse ante su tono autoritario. Durante los tres años de matrimonio con Alejandro, había soportado muchas humillaciones y ataques por parte de doña Luciana. Lo peor fue al comienzo del matrimonio, cuando esta la llamaba todos los días a la casa principal para "enseñarle modales". La obligaba a lavar ropa, cocinar, hacer los quehaceres de la casa, y además le repetía una y otra vez que una mujer como ella no era digna de sentarse a la mesa en los banquetes familiares. En cada reunión familiar, Catalina era la que más trabajaba. Iba de aquí para allá, atendiendo a todos. Ni siquiera la trataban como a una empleada. Y a pesar de su actitud sumisa y complaciente, doña Luciana jamás estuvo satisfecha. Todo eran gritos o insultos. Catalina no podía responder, no podía defenderse, porque cada que lo intentaba la tachaban de irrespetuosa y desagradecida. Pensar en todo eso ahora parecía una pesadilla, algo irreal. Catalina curvó ligeramente los labios, mostrando una sonrisa helada y deslumbrante. Miró directamente a la altanera doña Luciana y pronunció con voz firme: —¿Y por qué tendría que hacerlo?

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