Capítulo 4
Doña Luciana se quedó helada; jamás imaginó que Catalina se atreviera a faltarle al respeto de esa manera.
Temblando, doña Luciana la señaló con el dedo. —¡Catalina, soy tu abuela! ¿Cómo te atreves a hablarme así?
Catalina sonrió con frialdad. —Doña Luciana, usted es la abuela de Alejandro, no la mía. Ella falleció hace muchos años.
Esta vez, antes de que doña Luciana pudiera replicar, Valentina ya la miraba con clara desaprobación.
—Señorita Catalina, sea como sea, es una persona mayor. ¿Cómo puede hablarle así?
Catalina le lanzó una mirada indiferente. —Cómo hablo es asunto mío, señorita Valentina. Usted no es nadie para mí, ¿no cree que se está metiendo donde no la llaman?
A los ojos de doña Luciana, Catalina siempre había sido sumisa y reservada. Esa actitud desafiante era, sin duda, una provocación directa.
—¡Qué insolencia!
El pecho de doña Luciana subía y bajaba con violencia. Señaló a Catalina y le gritó con furia: —¡Eres una maleducada! ¡Una cualquiera sin modales! ¡Ni siquiera le llegas a los talones a Valentina! ¿Acaso ya olvidaste las reglas que te enseñé? ¿Qué esperas para arrodillarte?
Catalina curvó los labios en una sonrisa, sin mostrar el menor enojo.
—Disculpe, de verdad lo olvidé. ¿Por qué no le pide a la señorita Valentina que me dé una demostración? Como usted la aprecia tanto, seguramente sabe arrodillarse con mucha gracia, ¿no cree?
—Tú... —El rostro de Valentina cambió de color al instante.
Doña Luciana estaba tan furiosa que sus labios temblaban y su rostro estaba pálido. Parecía que se iba a quedar sin aliento, al borde de un colapso.
Valentina, alarmada, sacó rápidamente una pastilla sublingual para el corazón y se la dio a doña Luciana.
Tras tomar el medicamento, el rostro de la anciana recuperó algo de color.
—¿Qué sucede?
En ese momento, un hombre de porte frío y expresión serena se acercó.
Vestía un traje negro hecho a medida. Con su metro ochenta y tantos, su figura esbelta y erguida se veía aún más imponente, como un árbol elegante en medio del salón.
—¡Alejandro! —exclamó Valentina, con los ojos brillando en cuanto lo vio.
Acto seguido, como si alguien la hubiera maltratado, se le humedecieron los ojos.
—Alejandro, la señorita Catalina no solo te siguió hasta la fiesta, sino que también maldijo a tu abuela... Ha estado contradiciéndola todo el tiempo, ¡la hizo enojar tanto que le dio un ataque al corazón! Si no fuera por la medicina...
Las lágrimas empezaron a rodar por su rostro mientras hablaba.
—¿Catalina? —los bien definidos y masculinos rasgos de Alejandro se afectaron al mirar a Catalina.
Sin embargo, en cuanto la vio, se quedó paralizado.
La mujer llevaba un vestido de gala color lavanda. Sus ojos, profundos y brillantes como un arroyo de montaña, desbordaban una sensualidad que dejaba sin aliento.
Su largo cabello negro como el azabache caía hasta la cintura. Se veía como una gata elegante y altiva, con una belleza hermética.
Sus labios rojos se curvaban en una sonrisa encantadora y provocativa. Era una fantasía, demasiado bella para ser cierta.
En sus tres años de matrimonio, Alejandro jamás la había visto así: segura, imponente, casi agresiva.
Valentina, al notar que Catalina seguía sonriendo, se apresuró a acusarla.
—¡Alejandro, mírala! ¡Dejó a tu abuela en ese estado y todavía tiene cara para reírse!
Catalina la miró, con una expresión de sorpresa. —Señorita Valentina, creo que está exagerando. Hoy es el cumpleaños del señor Diego. ¿Acaso esperaba que viniera a llorar?
—Usted dice que maldije a doña Luciana, pero ahí la tiene, bien puesta. En cambio, usted llora como si se le hubieran muerto los padres. No sé quién está maldiciendo a quién, la verdad.
Esas palabras casi le provocan otro desmayo a doña Luciana. Valentina, alarmada, se apresuró a ayudarla a recuperar el aliento.
Siguió acusando. —¡Alejandro, ¿escuchaste lo que acaba de decir la señorita Catalina?! ¿Eso te parece aceptable?
Alejandro miró a Catalina, con tono frío.
—Pídele disculpas a mi abuela.
Catalina lo miró con expresión neutral. —No he hecho nada malo. ¿Por qué debería hacerlo?
Alejandro entrecerró los ojos, notando de pronto que Catalina parecía haber cambiado.
La Catalina de antes siempre obedecía todo lo que él decía, sin contradecirlo.
Y ahora, no solo se atrevía a llevarle la contraria, ¡sino que incluso se enfrentaba a su abuela!
La situación en esa esquina del salón empezó a llamar la atención del encargado del evento.
Un hombre de mediana edad se acercó y preguntó: —¿Por qué tanto alboroto? ¿Qué está pasando aquí?
Valentina, mientras sostenía a doña Luciana, señaló a Catalina.
—Señor, esta mujer no tiene invitación, se coló en la fiesta a escondidas. Hoy es el cumpleaños del señor Diego. Con personas de identidad dudosa como esta, es mejor tener cuidado. ¡No vaya a arruinarse la celebración!
Al escuchar que alguien sin invitación había logrado entrar, el encargado frunció el ceño de inmediato.
Las invitaciones enviadas por la familia Sánchez eran contadas.
Además, para evitar que se colaran personas con malas intenciones, la única forma de ingresar era presentando invitación.
De lo contrario, ni aunque viniera Dios mismo lo dejarían entrar.
Entonces, ¿cómo había logrado colarse aquella mujer?
El encargado se paró frente a Catalina y, con voz fría, dijo: —Señorita, por favor, muéstreme su invitación.
Catalina frunció ligeramente el entrecejo. —Disculpe, vine con mi acompañante. Él tiene la invitación. Volverá en cualquier momento.
Apenas terminó de hablar, se escuchó una risita sarcástica.
Valentina la miraba con burla, como si todo se hubiera confirmado.
—Señorita Catalina, si no tiene invitación, solo admítalo. ¿Para qué mentir?
Sus ojos brillaron con falsa compasión mientras decía: —Mire, si le pide disculpas a la abuela, yo podría interceder ante Alejandro por usted. Podemos decir que vino con nosotros, ¿no sería mejor que la echaran?
Doña Luciana, llena de ira, señaló a Catalina. —¡Yo no acepto sus disculpas! ¡Exijo que la echen ahora mismo! ¡Miren cómo viene vestida! ¿Vino a la fiesta o a seducir hombres? ¡Descarada!
Catalina lanzó una mirada a Valentina y, sonriendo, replicó: —Doña Luciana, la señorita Valentina, que está a su lado, lleva menos ropa que yo. Y pasa los días rondando a un hombre casado. Dígame usted, ¿quién es la que no respeta la moral y le gusta seducir hombres?
La lengua afilada de Catalina dejó a doña Luciana sin palabras. Incapaz de refutar, solo pudo recurrir al escándalo.
—¡Encargado, sáquela de inmediato!
El encargado, al ver que Catalina seguía sin mostrar la invitación, perdió la paciencia.
Le hizo una seña a los guardias que estaban detrás de él. —Acompañen a la señorita a salir.
Al ver esto, Valentina no pudo evitar sonreír con malicia.
Si Catalina era arrastrada fuera del salón, su dignidad quedaría hecha trizas.
Para entonces, ya varias personas habían notado lo que ocurría.
Las miradas se posaron en Catalina, y los murmullos no tardaron en llenar el ambiente.
Catalina miró a los dos guardias que se posicionaron a su lado y le dijo al encargado: —Señor, se lo repito: vine con un acompañante.
Catalina no pudo evitar sentirse frustrada. Ignacio había elegido justo ese momento para desaparecer.
La voz de doña Luciana sonó aguda y molesta. —¡No le crean! ¡Sáquenla!
—Catalina. —Una voz masculina, fría como el licor, se escuchó a sus espaldas. —¿Reconoces tu error?
Por muy molesto que estuviera con Catalina, seguía siendo su esposa. Si ella hacía el ridículo, él también quedaba mal.
Si estaba dispuesta a admitir su error, él podía interceder por ella.
Sin embargo, Catalina ni siquiera lo miró. Con voz helada, respondió:
—No lo reconozco.
Los ojos oscuros de Alejandro se tornaron sombríos. Su rostro atractivo también se afectó.
Apretó los labios con firmeza y no dijo una palabra más. Solo la observó con frialdad mientras los guardias estaban a punto de llevársela.
—¿Qué está pasando aquí?
De repente, una figura alta y elegante se acercó.
Al ver a Catalina, sus ojos se iluminaron con asombro y alegría.
—¡¿Catalina?!