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Capítulo 2

Lo primero que hizo fue solicitar la anulación de toda su información de identidad en el país. Lo segundo fue cambiarse el nombre. El personal le informó que todos los trámites pertinentes estarían listos en dos semanas. Dentro de dos semanas, aunque Xavier moviera cielo y tierra, ya no podría encontrarla. Amelia se dio la vuelta y se marchó, mientras su teléfono vibraba sin cesar en el bolso; eran llamadas perdidas y mensajes de Xavier. No los miró en lo absoluto, ni respondió. Cuando regresó a casa, ya había anochecido. Xavier estaba de pie en el salón; al verla, se acercó dando grandes zancadas, con la ansiedad reflejada claramente en su mirada: —Cariño, ¿dónde has estado? En cuanto volví y vi que no estabas, llevo horas esperándote; casi me vuelvo loco buscándote por toda la ciudad. Su preocupación no parecía ser fingida. Amelia lo miró asombrada, sintiendo que una mano invisible le apretaba el corazón con fuerza. De pronto recordó aquella vez en el instituto, cuando él participó en una olimpiada de matemáticas, y solo por tardar una hora en contestarle un mensaje, abandonó la competencia y salió corriendo desesperado a buscarla, temiendo que le hubiera pasado algo. Alguien que la había querido tanto... Resulta que ese amor tampoco era único. Sentía la garganta oprimida; cada respiro le dolía en el alma, pero al final solo habló con calma: —Fui de compras, olvidé avisarte, lo siento. Xavier por fin se tranquilizó y la estrechó entre sus brazos: —¿Por qué me pides perdón? No te estoy reprochando nada, solo me preocupé demasiado. Le besó la frente con ternura y le habló con suavidad: —Ya está, cariño. Antes de ayer dijiste que te apetecían costillas y róbalo; voy a preparártelas, ¿te parece? Después de decir estas palabras, la soltó y se dirigió a la cocina. Amelia se quedó de pie en la puerta, observando en completo silencio a Xavier. Con las mangas de la camisa arremangadas, sus dedos largos y hábiles cortaban los ingredientes; su perfil, bajo la luz cálida y amarilla, se veía apacible. De pronto, recordó que hacía tres años, al regresar al país, por la alimentación desordenada que tenía, había acabado hospitalizada con una grave gastritis. En aquel entonces, Xavier, un jefe con una fortuna de más de miles de millones que nunca había pisado una cocina, se empeñó en aprender a cocinar durante un mes, siguiendo todas las recomendaciones de los mejores chefs. Una vez, una videoconferencia internacional coincidió con la hora de prepararle la comida, y él no dudó en instalar la tableta en la cocina para freír y remover mientras escuchaba el informe, dejando boquiabiertos a todos los altos ejecutivos. Él la había amado con el alma. Pero en ese momento, sonó su teléfono. Amelia vio que él echaba un vistazo a la pantalla, su expresión cambió de repente, y enseguida dejó el cuchillo y se limpió las manos algo apresurado. —Cariño, ha surgido un asunto urgente en la empresa, tengo que irme por un momento.—se quitó el delantal con total naturalidad y, sin olvidar inclinarse, le besó la frente.—Ya he preparado tres platos; empieza a comer, no me esperes. Amelia no dijo ni una sola palabra, solo se despidió. Cuando él se marchó, ella fue hasta la mesa del comedor y, al ver los platos aún humeantes, sintió de repente un dolor en el pecho que casi que le impedía respirar. Lo había visto con claridad: esa llamada era de Natalia. No se sentó a comer como él quería, sino que salió, pidió un auto y lo siguió. Tal como se imaginaba, Xavier no fue a la empresa, sino al hospital. En el pasillo de la planta VIP del hospital. Todo el piso estaba desierto; solo unos pocos médicos y enfermeras, vestidos con bata blanca, esperaban inquietos en la puerta de la habitación. El director del hospital, encorvado y obediente, se disculpaba ante Xavier en un tono de voz baja: —Jefe Xavier, de verdad lo siento mucho. Fue por nuestra falta de atención que la señorita Natalia se cayó en el baño. Vamos a poner más personal de enfermería, le aseguro que esto no volverá a suceder. El rostro de Xavier era sombrío, y su voz sonó tan fría como el hielo: —Si vuelve a pasar algo como esto, este hospital ya no abrirá más sus puertas. El director insistía asustado: —Sí, sí, pondremos mucha atención, se lo aseguro. Amelia estaba de pie en la esquina, con los dedos clavados en la palma de la mano. Damián había dicho que Natalia solo tenía "unos rasguños". Pero, por lo que veía, por unos simples rasguños, él había reservado toda la planta; y ahora, ante el menor incidente, estaba tan nervioso que parecía capaz de acabar el hospital entero si fuera necesario. La puerta de la habitación se abrió, y Natalia, débil, se apoyaba en el cabecero de la cama, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Xavier se acercó con rapidez y le tomó la mano: —¿Cómo estás? ¿Te duele en algún otro sitio? Natalia, con los ojos llenos de lágrimas, respondió con voz entrecortada: —Ha sido culpa mía. Ya fue suficiente que me atropellaran y, encima me caí al ducharme... Te he hecho dejar sola a la señorita Amelia... ¿Y si se lo toma a mal? De verdad soy un imán para la mala suerte... —¿Qué cosas dices? —la reprendió en voz baja, aunque con un tono bastante cariñoso.— Recupérate bien, estos días estaré aquí contigo. Natalia levantó los ojos, empapados de lágrimas: —¿Y la señorita Amelia? Xavier respondió con frialdad: —Ya me encargaré luego de eso, no te preocupes. Después de una breve pausa, añadió: —Somos marido y mujer, ¿no es natural que esté contigo?

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