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Capítulo 2

Gisela vivía en un pequeño condado de Venturis. Normalmente regresaba a casa en autobús. A esa hora ya no había autobuses, así que pidió un viaje compartido en el celular, pero pasaron cinco minutos sin que ningún conductor aceptara la solicitud. Justo cuando estaba tan desesperada sin saber qué hacer, un Maybach negro se detuvo lentamente frente a ella. La ventanilla trasera bajó, revelando una cara demasiado perfecta. Gisela parpadeó, aturdida. —¿Federico? Federico tenía facciones hermosas y bien definidas; su contorno era profundo y, bajo las gafas de montura dorada, sus ojos alargados brillaban con una frialdad penetrante. Tan distante e inaccesible como siempre, su figura era imponente solo con estar allí. La mirada de Federico se posó brevemente en ella. —Sube. Un tono que no admitía rechazo. Gisela miró su teléfono, ningún conductor había aceptado. Mordió su labio, dudó un instante, canceló la solicitud y abrió la puerta para subir. La voz magnética de Federico sonó a su lado: —¿Qué haces sola a estas horas en la calle? Además, llueve. ¿Por qué no traes paraguas? Mientras Federico hablaba, el conductor, muy oportuno, bajó del auto y fue al maletero a buscar una toalla nueva. La pasó por la ventanilla trasera. Federico la tomó y se la entregó a Gisela con naturalidad. Sus dedos largos, fríos, de articulaciones definidas, parecían esculpidos en hueso y nieve. —Sécate. No vayas a resfriarte. —Gracias. —Gisela murmuró y abrió la toalla para secarse el cabello. La calefacción del auto era fuerte; Gisela sintió cómo su temperatura corporal iba subiendo poco a poco. En el espacio reducido, el aroma frío y amaderado de Federico se colaba en su nariz, despertando recuerdos ligeramente amargos. La primera vez que Gisela había visto a Federico fue cinco años atrás, cuando ella cursaba el segundo año de secundaria. En esa época, ella era muy cercana a su compañera de pupitre, Sofía Reyes; un fin de semana, Sofía la invitó a su casa. Fue la primera vez que Gisela entró en una mansión. Ante aquella residencia lujosa, los ojos claros de la Gisela de diecisiete años se llenaron de asombro. También fue la primera vez que sintió tan claramente la brecha entre ricos y pobres. Sofía la tomó de la mano para mostrarle la casa. Al pasar por la piscina, Federico salía del agua. Los ojos de Gisela se encontraron con los de él sin aviso; se quedó petrificada, deslumbrada como si viera a una deidad. Nunca había visto a alguien tan hermoso. Sus rasgos eran tan exquisitos que parecía esculpido cuidadosamente por los dioses. La luz dorada del atardecer se derramaba sobre él; las gotas en su cabello brillaban como pequeños cristales, y los músculos marcados de su abdomen se mostraban sin reservas. En ese instante, Gisela escuchó con claridad el latido frenético de su corazón. Pum-pum. Resonando sin fin en aquella tarde de verano. Ella se enamoró de Federico a primera vista. Ese sentimiento lo guardó siempre en el fondo del corazón. Más tarde, durante el verano después de graduarse de secundaria, cuando volvió a casa de Sofía, escuchó que Federico parecía estar saliendo con alguien. Aquella chica encajaba perfectamente con Federico, era bonita, destacada en todos los aspectos y, junto a él, parecían hechos el uno para el otro. Poco después de saberlo, Gisela vio a la novia de Federico en el cumpleaños de Sofía. Tal como Sofía había dicho, era realmente compatible con él. Al verlos de lejos, uno al lado del otro, la inferioridad de Gisela quedó totalmente expuesta. Su amor secreto terminó silenciosamente ese mismo día. —¿A dónde vas? —La voz fría de Federico la devolvió a la realidad. Gisela, un poco nerviosa, respondió: —Federico, ¿puedes llevarme a casa? A mi madre le pasó algo, no consigo transporte. Puedo pagarte el viaje. —La dirección. Ella mencionó la dirección de su barrio. La calefacción del auto seguía encendida, y en pocos minutos la ropa y el cabello de Gisela ya estaban casi secos. Durante todo el trayecto, ninguno de los dos volvió a hablar. Casi al llegar a la entrada del barrio, Federico habló: —Si necesitas ayuda con algo, solo dímelo. Gisela no esperaba escuchar eso de él. Quizá solo fuera una cortesía. Gisela no le dio con importancia. Le dio las gracias con educación: —Gracias, Federico. Ya te transferí el dinero del viaje. Habían intercambiado contacto tiempo atrás, aunque en estos años casi no se habían comunicado. Después de hablar, bajó del auto con prisa y entró corriendo al barrio. Federico la observó hasta que su figura desapareció. Pasó un largo rato antes de retirar la mirada. En ese momento, recibió una llamada de un amigo. —Pero, ¡qué pasa contigo! ¿Por qué tardas tanto? No habrás tenido algún problema, ¿verdad? —La voz del otro era escandalosa. Federico respondió con frialdad, sin reflejar ninguna emoción. —Me retrasé por algo en el camino. Esta noche no iré. Que lo pasen bien. —¿Qué? ¿Otra vez cancelas? ¿Qué pasó ahora? —Una cosa importante. ... Gisela entró corriendo en el ascensor. Cuando llegó a casa, encontró a su madre, Valeria Vázquez, sentada en el sofá, pálida y cansada. La vecina estaba a su lado acompañándola. —Mamá, ¿qué pasó? —Gisela preguntó jadeando. Nancy, cuando llamó, solo le había dicho que había ocurrido algo, pero no los detalles. Nancy suspiró. —Valeria, mejor díselo tú misma a Gise. —Gise... —Valeria vaciló, sin poder continuar. —Mamá, ¿qué pasó exactamente? —Gisela sentía el corazón en la garganta; una sensación ominosa la envolvía, oprimiéndole el pecho hasta casi impedirle respirar. Valeria la miró; en su semblante exhausto había un dolor inmenso. Con voz ronca dijo: —Tengo cáncer de estómago. Un zumbido estalló en los oídos de Gisela. Su mente quedó totalmente en blanco. Nancy dijo: —Gisela, tienes que convencer a tu madre. Apenas tiene poco más de cuarenta años, ¿cómo puede rendirse así al tratamiento? Si no fuera porque vine esta noche a traerle unas cosas y vi el informe del hospital, ella todavía pensaría en ocultártelo. —Ya no hace falta convencerme. —Valeria suspiró, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tengo cáncer de estómago, no una gastritis. Esta enfermedad no se cura. En vez de gastar todo nuestro dinero en un tratamiento inútil, es mejor guardar ese dinero para que tú puedas estudiar. Gisela dio dos pasos hacia su madre y, al sentir cómo se le debilitaban las piernas, casi cayó al suelo. Con la voz rota, dijo: —Mamá, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo va a ser más importante estudiar que tu vida? Valeria, con lágrimas, respondió entre sollozos: —Gise, esta enfermedad no tiene cura. Yo tampoco quiero irme... No le tengo miedo a la muerte; solo me da miedo dejarte sola. —Entonces vive bien. —Gisela se sentó junto a Valeria, apoyó suavemente su cabeza contra la de ella y la rodeó con un brazo. Las lágrimas le caían sin parar—. Mamá, por favor, hagamos el tratamiento. No te rindas, ¿sí? Yo de verdad no puedo estar sin ti, mamá... Nancy también intervino: —Es verdad, Valeria. El doctor dijo que todavía es tratable. Aún estás en una etapa intermedia. No te rindas. Valeria negó, llorando. —Nuestra familia no aguanta algo así. Todos estos años apenas he podido ahorrar unos miles de dólares. Ya pregunté al doctor: para tratar esta enfermedad se necesitan cientos de miles. ¿De dónde vamos a sacar tanto dinero? Y aunque lo tuviéramos, puede que ni así me cure. Mejor dejémoslo así. —No. — Gisela habló con firmeza—. Yo me encargaré del dinero. Tú no te preocupes. Tengo algunos ahorros de mis trabajos a tiempo parcial. Usaremos mi dinero para el tratamiento. Mañana temprano te llevaré al Hospital Central de Venturis para hacer el ingreso. —Gise... —Valeria quiso decir algo más. Gisela, con el corazón hecho pedazos, le suplicó: —Mamá, te lo ruego... por favor. No puedo perderte. Hazlo, aunque sea por mí, ¿sí? Valeria dejó escapar un suspiro profundo y, al final, cedió. Aquella noche, Gisela durmió junto a Valeria. Hacía muchos años que madre e hija no compartían la misma cama. Gisela se acurrucó en los brazos de Valeria, como cuando era niña. —Mamá, tú eres la única familia que tengo en este mundo. No me dejes. Valeria le acarició la cabeza con ternura. —Gise, debes aprender a cuidarte. Gisela agarró con fuerza la ropa de Valeria. —Mamá, me cuidaré, y también cuidaré de ti. Vas a estar bien. Toda la noche, Gisela apenas cerró los ojos. Temía que, al despertar, Valeria ya no estuviera a su lado. En el silencio profundo de la madrugada, Gisela lloró en la oscuridad, mordiendo sus labios hasta que se quedó sin lágrimas.

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