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Capítulo 1

Tras tres años de matrimonio, Sofía García se había intentado suicidar 108 veces. Cuando volvió a despertar, descubrió que yacía en la cama de un hospital, con la mente completamente en blanco. A su lado estaba sentada una pareja de mediana edad que, al verla abrir los ojos, le reprochó de inmediato: —¿Hasta cuándo vas a seguir haciendo estas tonterías? —Adrián Delgado siempre estuvo enamorado de Valeria García. Si no fuera porque se emborrachó y entró por error en la habitación equivocada, ¿cómo podría haberse casado contigo? —La mujer mostró una cara de profundo fastidio—. Él no te ama. Es normal que no quiera volver a casa. Y tú, en cambio, siempre amenazándolo con suicidarte una y otra vez. Han pasado tantos años... Dime, ¿en cuál de tus intentos él ha venido a verte aunque sea una sola vez? —Si no fueras nuestra hija biológica, ni siquiera nos molestaríamos en ocuparnos de ti. —El hombre también suspiró—. No le llegas ni a los talones a Valeria. Sofía los miró con desconcierto. Había perdido todos sus recuerdos; ni siquiera sabía quién era. Solo podía reconstruir una vida hecha pedazos a partir de los reproches de aquella pareja que decía ser sus padres. Supuestamente, era la hija mayor de la familia García. De niña se había extraviado y la habían secuestrado. Cuando finalmente la encontraron, descubrió que sus padres ya habían adoptado a otra chica llamada Valeria, y quienes debían haber sido unos padres cariñosos solo tenían ojos para su hija adoptiva. El lugar que originalmente le pertenecía había sido ocupado por completo por otra persona. Más tarde, ella se enamoró de Adrián, el presidente del Grupo Altamira, pero aquel hombre tenía sus ojos puestos en Valeria. Hasta que en aquella fiesta Adrián, completamente ebrio, entró en la habitación equivocada y tuvo su primer encuentro íntimo con ella. Después de aquella noche absurda, se vio obligado a casarse con Sofía, pero lo único que le ofreció fue frialdad y rechazo. Sus padres no la amaban, su esposo tampoco. Vivía con un dolor insoportable, sin fuerzas para cambiar nada, así que solo podía intentar suicidarse una y otra vez. —Bueno, nos tenemos que ir, tenemos que volver a casa a cocinar para Valeria. —Rafael García y Gabriela Ortega se levantaron—. Quédate aquí y reflexiona. En cuanto la puerta de la habitación se cerró, un dolor punzante atravesó el pecho de Sofía. No tenía recuerdos, pero la sensación de haber sido abandonada por todo el mundo resultaba terriblemente real. No entendía cómo unos padres podían no amar a su propia hija y, en cambio, querer a la adoptada. Y ese hombre llamado Adrián... Fue él quien se equivocó de habitación, él quien confundió a la persona. Si ya se había casado con ella, ¿por qué no podía tratarla bien? ¿Por qué la había empujado con su indiferencia hasta el borde del abismo? No se atrevía a profundizar más; solo escuchar aquel pasado desconocido hacía que su corazón doliera como si la desgarraran con un cuchillo sin filo. ¿Y la versión anterior de sí misma? Día tras día enfrentándose a unos padres que no la querían y a un esposo que no le prestaba la menor atención... ¿Cuánta desesperación habría sentido? Sofía se incorporó lentamente y completó sola los trámites de alta. Pero, al plantarse ante la puerta del hospital, no sabía adónde ir. No recordaba dónde vivían sus padres ni dónde vivía Adrián. Y lo más triste era que en ninguna de las dos casas era bienvenida. En la entrada del hospital, de pronto, estalló un revuelo. Sofía alzó la cabeza y solo vio a un hombre de figura esbelta avanzar a grandes pasos con un cuerpo frágil en brazos. Llevaba un traje negro de corte impecable, los hombros perfectamente rectos, extraordinariamente apuesto, y cada uno de sus pasos irradiaba una presencia imposible de ignorar. La chica entre sus brazos estaba protegida con sumo cuidado; su rostro pálido descansaba contra su pecho, y la mirada con la que él la observaba era tan tierna que deslumbraba. El modo en que la sujetaba revelaba una clara posesividad, y hasta sus pasos se volvían instintivamente suaves, como si temiera sacudirla. —¡Apártense! No alzó mucho la voz, pero la multitud se abrió sola, dejándole el camino libre. —Dios mío, ¿ese no es Adrián? —murmuró alguien a sus espaldas. —¿Quién más podría ser? ¿Quién en Venturis tiene semejante presencia? Es tan guapo que me tiemblan las piernas... Sofía permaneció rígida en el lugar. Así que ese era su esposo, Adrián. Y la que llevaba en brazos... Seguramente era su hermana adoptiva, Valeria. Cuando el hombre pasó a su lado, sus pasos se detuvieron apenas un instante. Sus ojos negros como tinta se deslizaron sobre ella, fríos como una hoja de hielo rozando la piel. Pero solo duró un segundo; enseguida apartó la mirada y, con la persona en brazos, se dirigió a toda prisa hacia urgencias. El cuerpo delgado de Sofía tembló levemente. No lo siguió; seguía pensando a dónde debía ir ella misma. Un segundo después, sintió pasos a su espalda. Al girarse, descubrió que era Adrián, que había vuelto. Él le sujetó la muñeca de un tirón, con tanta fuerza que la hizo fruncir el ceño. —¿Eres de sangre RH negativa? Sin esperar respuesta, la arrastró hacia la sala de extracción. —Valeria tuvo un accidente de tráfico y está perdiendo mucha sangre. El banco del hospital está desabastecido. Dona un poco para ella. —Yo... Sofía apenas pudo empezar a hablar cuando Adrián le sujetó la nuca. Se inclinó y la besó. Fue un gesto breve y helado, que se rompió en el instante en que empezó. —¿Ahora sí puedes donar sangre? —Su voz era grave, sin el menor rastro de calidez en los ojos. Sofía aún no había reaccionado cuando la empujaron dentro de la sala de extracción. Afuera, las voces de las enfermeras llegaban con total claridad. —¿Esa es la señora Sofía, la que se ha intentado suicidar 108 veces? Dicen que su primer intento fue para lograr que el señor Adrián la besara, el segundo para conseguir una cita, el tercero para que durmieran juntos... Y él rechazó todas sus peticiones. Qué descaro el suyo. —Y ahora por fin el señor Adrián la besó, pero solo para que donara sangre a la señorita Valeria... —Seguro que está feliz y destrozada a la vez. Feliz porque al fin obtuvo un beso del señor Adrián, y dolida porque fue por otra persona... Sofía, recostada en la silla de extracción, vio a través del cristal cómo Adrián permanecía junto a la cama de Valeria. Sus dedos largos envolvían con suavidad aquella mano pálida, y se inclinó para depositar un ligero beso sobre el dorso de la mano. Lo extraño era que ella no estaba feliz... ni dolida. El pinchazo de la aguja apenas le provocó dolor, como si una capa de niebla amortiguara todo y, junto con ello, también se hubieran diluido esas emociones que, de no haber perdido la memoria, deberían haber sido desgarradoras. Resultaba que olvidar todo había sido, en realidad, la mayor misericordia que el cielo le concedía. Después de donar 400 ml de sangre, Sofía salió con el rostro pálido, y su visión se oscurecía por momentos. Luchó contra la debilidad durante un buen rato, hasta que finalmente decidió acercarse a Adrián: —Adrián, ¿puedes decirme... la dirección de nuestra casa? A cambio, puedo darte un regalo. Adrián se extrañó: —¿Qué truco estás intentando ahora? ¿Te has dañado tantas veces que ya ni recuerdas dónde vives? —No, es que perdí la memoria... —El chófer está en la entrada. —Adrián la interrumpió—. Que te lleve de vuelta. —Gracias —murmuró Sofía—. Prepararé bien el regalo. —No hace falta. —La voz de Adrián fue tan fría como siempre—. No me interesa ninguno de tus regalos. Y no necesitas intentar ganarte mi favor. Sofía bajó la mirada, y la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa apenas perceptible. ¿En serio? Pero esta vez, este regalo sí te va a gustar. Una vez dentro del auto, encontró el número del abogado en la agenda de su teléfono y envió un mensaje. [Hola, quiero divorciarme y romper la relación de parentesco. Por favor, ayúdeme a preparar un acuerdo de divorcio y un documento de disolución de parentesco].
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