Capítulo 5
Esther fue llevada de regreso, aturdida y débil, a la casa de los Jiménez.
Había caído gravemente enferma por el daño causado por el agua helada y, además, esta vez la intensa tristeza la había abatido por completo.
En los días siguientes, solo los sirvientes de la casa de los Jiménez se encargaron de cuidarla.
Alberto, por su parte, estaba muy ocupado acompañando a Emilia en sus largos viajes por todas partes.
Emilia decía que había perdido más de diez años de felicidad y que quería recuperarlos todos.
Alberto aceptó sin la menor duda.
Así fue como, en las noticias de entretenimiento, el señor Alberto de Costa Dorada y su del primer amor ocupaban de forma constante los titulares de los viajes internacionales.
En las fotos, ambos caminaban tomados de la mano junto al río Sena.
Se tomaban amorosas selfies abrazados frente a las pirámides.
Se abrazaban entre los glaciares azules de la Antártida.
Esther miró con tristeza una y otra vez esas fotos, y poco a poco arrancó de su corazón el apego que sentía por Alberto.
Hasta que, una semana después, él regresó con su flamante Emilia y lo primero que le dijo fue.
—El mayor arrepentimiento de Emilia es no haber celebrado una boda conmigo, quiero compensárselo.
Lo dijo de manera abierta como una declaración, no como una pregunta.
Esther miró perpleja a ese hombre del que todos decían que la amaba con el alma.
El hombre que la consoló durante toda una noche cuando enfermó, el que le regaló una isla en el momento más triste de su vida, el que la acompañó dejando de lado todo cuando se sintió sola.
Ahora, solo quedaba un extraño ante ella.
"¿La amas?" Quiso preguntar Esther a Alberto.
Pero cuando las palabras llegaron a sus labios, bajó la mirada con amargura, y en su marchito corazón ya había respondido por él.
"Por supuesto que la amaba con intensidad, siempre la había amado solo a ella."
También quiso preguntar: "Alberto, ¿alguna vez me amaste a mí?"
Pero justo en ese momento, Emilia abrió la puerta, lo llamó suavemente por su nombre, y él se volteó hacia ella.
En sus ojos ya no quedaba rastro alguno de Esther.
Esther inhaló profundo y, tras una pausa, le respondió a Alberto con una sonrisa:
—Está bien, les deseo felicidad.
La última parte de la frase él no la escuchó bien y la miró con cierta extrañeza.
—¿Qué dijiste?
Pero Esther solo sonrió, con una inmensa tristeza que se le asomó de amanera fugaz en la mirada.
—Nada, solo que les deseo que la boda salga perfecta.
Alberto detuvo por nos minutos la mano que tenía apoyada en el marco de la puerta. Miró de reojo a Esther, tan demacrada, y quiso consolarla, pero ante la insistencia de Emilia, finalmente decidió soltar la mano.
En los días que siguieron,
Alberto acompañó a Emilia a tomarse las fotos de boda, elegir el vestido de novia, reservar el lugar y organizar el banquete para los invitados en fin… a todo.
Fue extremadamente meticuloso con ella.
Incluso aún más atento de lo que había sido cuando se casó con Esther.
Sin embargo, cerca de la fecha de la boda, Emilia planteó una petición.
—Esther, no tengo niña de las flores. Quiero que Mónica sea mi niña de las flores.
—Emilia, hay muchos niños para eso. ¿Por qué insistes en que sea Mónica? ¿Acaso estás planeando algo más? No estoy de acuerdo con eso.
De inmediato, a Emilia se le llenaron los ojos de lágrimas y miró a Alberto con una expresión sumamente angustiosa.
—Alberto, no quiero que un extraño me entregue los anillos. Además, Mónica también es tu hermana. Si ella es quien los lleva, me sentiré más tranquila. De verdad no tengo ninguna otra intención, Esther me ha malinterpretado.
Al escuchar esto, Alberto le acarició la nariz a Emilia con ternura y cariño.
—Está bien, lo que tú digas, ¿de acuerdo? ¡Emilia!
Enseguida, su mirada sombría se posó sobre Esther.
Esther sabía a la perfección que no tenía margen para oponerse, tanto que sus uñas se clavaron en la carne de su palma.
Pero con esto, su plan de escape quedaba destruido.
No podía abandonar a Mónica.
Así que, una vez más, se puso en contacto con ese número.