Capítulo 8
Al final, lograron reanimar a Marisol.
Cuando despertó, la habitación estaba vacía, solo se escuchaba el pitido del monitor.
La enfermera, al verla consciente, se apresuró a decirle que descansara un poco más, pero Marisol se arrancó la aguja de la mano y se levantó tambaleándose de la cama.
—¡Señorita Marisol, todavía no puede irse! —La enfermera la detuvo, alarmada.
—Gracias, pero me estoy muriendo. No quiero hacerlo aquí. —Su voz era tan ligera como una pluma, pero cargada de una firmeza irrefutable.
La mirada de Marisol la hizo retroceder un paso sin querer.
Así, con el cuerpo destrozado, Marisol abandonó el hospital.
Cuando abrió la puerta de casa, David y Héctor estaban sentados en el sofá de la sala. Al escucharla, ni siquiera levantaron la cabeza.
—¿Ya te dignaste a volver? ¿Dejaste de fingir que estabas muerta? —David soltó una risa fría.
Héctor, hojeando unos documentos, añadió con burla: —Con tal de librarte de nosotros, inventas hasta que te estaban reanimando.
David finalmente la miró, con unos ojos tan fríos como el hielo: —Aunque de verdad murieras, no nos dolería ni un poco.
Marisol se quedó en el umbral. La luz del sol entraba por detrás, proyectando una sombra débil en el suelo.
No explicó nada, no lloró ni hizo un escándalo. Solo los miró en silencio, dio media vuelta y subió a su habitación.
En los días siguientes, permaneció encerrada, callada como un fantasma.
David y Héctor, extrañamente, no la molestaron; incluso llegaron a pensar que por fin había aprendido.
Hasta el día de su cumpleaños.
David golpeó la puerta de su cuarto, sosteniendo un vestido elegante: —Hoy es tu cumpleaños. Tenemos una sorpresa para ti.
Héctor, detrás de él, sonrió con inusual amabilidad: —Ponte el vestido. Te llevaremos a un lugar especial.
Marisol contempló aquellas sonrisas falsas y le parecieron ridículas.
Sabía perfectamente cuál era la sorpresa.
Ese día planeaban revelarle que sus padres y Carmen nunca habían muerto, que todo había sido una farsa.
Y, con falsa benevolencia, le dirían que mientras no se opusiera más a Carmen, todo volvería a ser como antes.
Pero...
Ya nada podía volver atrás.
Respondió en voz baja: —Necesito arreglarme un poco más. Vayan ustedes primero.
Héctor frunció el ceño, pero terminó asintiendo: —No tardes, no nos hagas esperar demasiado.
Cuando se marcharon, Marisol se puso un vestido blanco largo, tan puro como un traje de novia.
En vez de dirigirse al hotel, fue sola al puente.
El viento nocturno agitaba su falda; bajo sus pies, el río corría con fuerza.
Miró las luces resplandecientes a lo lejos y, de pronto, recordó el pasado.
Su padre cargándola sobre los hombros para ver los fuegos artificiales.
Su madre, peinándola con suavidad.
Héctor recorriendo todas las pastelerías de la calle por un antojo suyo.
David, bajo el mismo cielo estrellado, confesándole con el rostro enrojecido: —Marisol, te cuidaré toda la vida.
Aquellos recuerdos hermosos ahora parecían un sueño inalcanzable.
El teléfono sonó. Era David: —Marisol, ¿por qué no llegas? Te estamos esperando para darte la sorpresa.
Ella miró el agua del río y susurró: —Ustedes me prepararon una sorpresa, yo también tengo una para ustedes.
Héctor arrebató el teléfono, ansioso: —¡No hace falta que prepares nada! Ven de inmediato, tenemos algo importante que decirte.
—Ya no puedo ir.
—¿Qué dijiste?
Ella miró las oscuras aguas del río y dijo: —Vengan al puente. La sorpresa que les tengo está aquí.
Colgó. Colocó sobre la baranda el diagnóstico de cáncer y el collar que contenía la grabación con la verdadera cara de Carmen.
El viento le alborotaba el cabello, pero en su interior había solo calma.
Contempló por última vez aquella ciudad de luces brillantes y, sin dudar, trepó la baranda. No dejó ni una palabra final.
—¡Splash!
El río helado engulló su cuerpo al instante.
El agua era gélida, pero para ella fue liberación.
Desde ese momento, ya nada en el mundo podría volver a herirla.