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Capítulo 7

Los guardaespaldas arrastraron a Marisol hasta la azotea. El viento nocturno aullaba, haciéndola tambalear al borde del vacío. Para que probara la desesperación antes de caer, no la empujaron de inmediato. En su lugar, la ataron al barandal con una soga áspera y comenzaron a desgastarla lentamente con un cuchillo sin filo, haciéndole sentir cómo la muerte se acercaba centímetro a centímetro. —¡Zas zas! Cada roce del metal contra la cuerda era como un corte en sus nervios, obligándola a experimentar con absoluta lucidez el terror de morir. Marisol bajó la vista y vio, todavía fresco, el rastro de sangre de Camila en el suelo. La cuerda se afinaba cada vez más, y su cuerpo empezaba a balancearse. Cuando el último hilo se rompió, cayó como una hoja seca desde lo alto. —¡Pum! El golpe la estampó contra el suelo. La sangre se extendió bajo su cuerpo, brillando de forma macabra a la luz de la luna. Entre la agonía, lo último que alcanzó a ver fue la espalda indiferente de David y Héctor alejándose. Marisol despertó otra vez. La luz cegadora del sol se filtraba por la rendija de las cortinas del hospital. Abrió los ojos con esfuerzo; el dolor en cada fibra de su cuerpo le recordaba que aún seguía viva. La puerta de la habitación se abrió, y Camila entró acompañada de un grupo de personas, con una sonrisa victoriosa en el rostro. La miró desde arriba con voz melosa: —¿Ya despertaste? Ahora sí sabes cuánto me aman David y Héctor, ¿verdad? Se inclinó hasta su oído y susurró: —Pero apenas es el comienzo. De repente, Camila levantó la mano y se abofeteó varias veces con fuerza. —¡Paf! ¡Paf! El eco de las palmadas resonó cruelmente en la habitación. Antes de que Marisol pudiera reaccionar, Camila se rasgó el cuello de la blusa y salió corriendo, gritando: —¡Auxilio! ¡Auxilio! Pasos apresurados retumbaron en el pasillo. —¿Qué pasó? —David irrumpió primero, con el frío en el rostro. Héctor lo siguió de cerca; su mirada se heló al posarse en Marisol. Camila se refugió en brazos de David, sollozando: —Ella trajo a estos hombres para abusar de mí... David sujetó con violencia la mandíbula de Marisol: —¿Es que no puedes estar un día sin provocar problemas? ¿Ni siquiera herida puedes comportarte? Marisol yacía inmóvil, la piel pálida, los labios agrietados, una aguja de suero aún en la muñeca, el cuerpo reducido a piel y huesos. Su mutismo avivó la furia de David: —¿Otra vez mandaste a alguien contra Camila? La sala estaba tan silenciosa que solo se oía el pitido del monitor cardíaco. Héctor soltó una carcajada helada: —Si tanto te gustan estas artimañas, entonces quédate con ellos. Con una seña a los guardaespaldas, ordenó: —Cierren la puerta. Cuando sacaron a Camila, ella fingió dudar: —David, Héctor, ¿no es demasiado? ¿Y si le pasa algo...? Respondió David con frialdad: —¿Qué podría pasar? Esos hombres fueron traídos por ella. Sin embargo, tanto él como Héctor se detuvieron un instante. Contuvieron la respiración, escuchando... Dentro de la habitación reinaba un silencio absoluto. Al no oír nada extraño, se marcharon tranquilos. Ellos no lo sabían. En el interior, los hombres se habían asegurado a través de la mirilla de que se habían ido. El que parecía el líder sonrió con malicia y se volvió hacia la cama: —Ya se fueron. Vamos, muchachos, es hora de divertirnos con Marisol. Una mano áspera le tapó la boca. La tela del uniforme hospitalario se desgarró de un tirón. El aire frío le quemó la piel desnuda y Marisol se retorció con desesperación. —¡Suéltenme! Las lágrimas nublaron su vista y sus gemidos se ahogaron en la mano que la cubría. Clavó las uñas en el brazo del hombre, dejando profundas marcas sangrantes, pero solo recibió un trato más brutal. —¡Pfff! De pronto, un chorro de sangre brotó de su boca y manchó la sábana. Los hombres se quedaron petrificados. Luego vino un segundo vómito, un tercero... La sangre corría sin detenerse, tiñendo medio lecho de un rojo aterrador. —¡Está escupiendo sangre! —¡Rápido, llamen a un médico! El pánico los hizo retroceder; uno tropezó, tiró el suero y los vidrios rotos se mezclaron con gritos. La conciencia de Marisol se apagaba. Entre alarmas de monitores y pasos apresurados, escuchó voces que se desdibujaban. —¡La presión está cayendo! ¡Prepárense para reanimación! El médico gritaba a lo lejos: —¡Notifiquen a los familiares de inmediato! El hígado ha colapsado, hay fallo de coagulación, puede dejar de respirar en cualquier momento... La enfermera, entre lágrimas, respondió: —Llevamos decenas de llamadas, pero su familia no lo cree. Dicen que solo está fingiendo con los médicos... Los ojos vidriosos de Marisol reflejaban el techo blanco. Ya falta poco... Muy pronto ellos sabrán si realmente estaba fingiendo.

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