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Capítulo 2

Así fue como Lorena se mudó. Por fin, la familia estaba reunida. Los dos niños, al ver a Lorena, mostraron expresiones de sorpresa. Alma, incapaz de contener por más tiempo su emoción, gritó efusiva: —¡Mamá! Por suerte, Teodoro reaccionó con rapidez; abrazó a Carla, le dio un beso y sonriendo dijo: —Alma te está llamando. Pero la verdad, esos dos niños adoptados ya llevaban tres meses viviendo en la casa de la familia Flores, y nunca habían llamado "mamá" a Carla. A pesar de no saber la verdad antes, Carla siempre los había amado con todo su corazón como si fueran sus propios hijos. Ahora, para no levantar sospechas, esa supuesta hija, Alma, lanzó a Carla una mirada feroz, y luego le dijo de mala gana: —Mamá, quiero comer nueces. Pélamelas tú. Las nueces eran duras, al pelarlas le dolía las manos. Alma pensó que si a esa mujer mala le dolían las manos, no podría volver a quitarle hombres a su madre. Antes, también le pedía a Carla que le pelara nueces, y Carla, pensando que a la niña simplemente le gustaban, no lo cuestionaba y siempre con agrado se las pelaba. Ahora, al ver ese evidente rencor en los ojos de la niña, el corazón de Carla se enfrió de golpe. —Si quieres nueces, pídele a la niñera que te las pele —dijo con firmeza Teodoro, colocándose frente a Carla para protegerla. Luego, acariciándole la mano, añadió—: Las manos de mi esposa son tan suaves, que ni yo me atrevería a pedirle que me pele nueces. Lorena estando al lado, se puso de mal humor de inmediato. Con un dejo de odio, miró a Carla en completo silencio, y de pronto, sin venir a cuento, preguntó: —Teodoro, ¿y tú pulsera? Teodoro siempre llevaba una pulsera en la mano. Esa pulsera se la había comprado Carla en San Melchor del Río. Había caminado un largo trayecto a pie, subiendo con devoción montañas de más de tres mil metros de altura, para comprarle a Teodoro esa valiosa pulsera, símbolo de bendición. Teodoro se había conmovido demasiado, y desde entonces siempre la llevaba en la muñeca izquierda, sin quitársela jamás. Pero ahora, su muñeca izquierda estaba vacía, no tenía nada. —¿Y mi pulsera? —Teodoro también se sorprendió bastante—. Si esta mañana aún la tenía puesta... Lleno de ansiedad, estaba a punto de ir a buscarla, cuando al alzar la vista, se encontró justo con los ojos llenos de deseo de Lorena. La cara de Lorena mostraba un enrojecimiento anormal. Se lamió los labios y, bajo la atenta mirada de Teodoro, de manera discreta llevó la mano a una zona íntima entre sus piernas. Mientras lo hacía, de forma deliberada balanceó un poco su cuerpo y, acompañando el gesto con un suspiro sugestivo, dijo: —Ah... Teodoro, de repente siento una fuerte molestia en el estómago, ¿puedes ayudarme a subir para descansar un rato? La insinuación resultó más que evidente. La respiración de Teodoro se tornó enseguida más pesada. Con voz ronca, dijo: —Carla, primero acompañaré a descansar a Lorenita. Cuida de los niños. Tras decir esto, el hombre, incapaz de contenerse, ayudó ansioso a Lorena a subir las escaleras. El corazón de Carla se fue enfriando aún más. Ordenó a la niñera que llevara a los dos niños y subió las escaleras en absoluto silencio. La puerta del dormitorio en el piso de arriba estaba entreabierta; Teodoro estaba tan apurado que ni siquiera la había cerrado con llave. —¿Estás loca o qué? ¡¿Cómo pudiste poner mi pulsera en ese lugar?! Teodoro pronunció palabras de reproche, pero en su tono no se percibía enojo; al contrario, se notaba una sutil emoción. —Ah... Mira, Teodoro... Está demasiado adentro, no puedo sacarla. Ayúdame, por favor. Lorena con agilidad agarró la mano de Teodoro y la guio hacia la parte baja de su cuerpo. Muy pronto, Carla escuchó el sonido de la pulsera cayendo al suelo. Una cuenta, cubierta de un líquido desconocido y desprendida de la pulsera, rodó lentamente hasta detenerse justo junto al pie de Carla. Carla cerró los ojos con repugnancia, sumida en la desesperación. Aquella pulsera por la que ella había rezado, subiendo montaña tras montaña por Teodoro, se había convertido ahora en un asqueroso instrumento de su infidelidad. De manera descarada, ellos la insultaban y profanaban sus sentimientos justo delante de sus ojos. Un matrimonio y un hombre así, ya no valían la pena.

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