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Capítulo 2

Javier tomó el certificado de matrimonio y, sin darle la menor importancia, se lo arrojó a don Pablo. Acto seguido, como quien cumple con un simple trámite, se dio media vuelta, subió al auto y cerró la puerta. Cuando Pablo reaccionó, la rabia le subió de golpe y gritó: —¡Oye, muchacho, espera! ¡Acabas de casarte, ya eres un hombre con esposa! ¿Piensas dejarla tirada así, como si nada? Javier bajó la ventanilla, pero en lugar de responder a Pablo, dirigió una mirada fría hacia Ana y le dijo con indiferencia: —Recuerda, lo nuestro es un matrimonio en secreto. A partir de ahora, no menciones nuestra relación en público; sería imperdonable tal vergüenza. Al terminar, pisó el acelerador y el coche desapareció dejando tras de sí una nube de humo. La velocidad fue tal que Ana ni siquiera alcanzó a responderle. Pablo, furioso, dio un traspié. Ana corrió a sostener al anciano. —Abuelo Pablo, ¿está bien? El rostro de Pablo estaba descompuesto por la incomodidad y, en el fondo, lo que más deseaba era preguntar: Anita, ¿tú estás bien…? Se aclaró la garganta con un par de toses y, en tono grave y paternal, dijo: —Anita, ya lo has visto. Mi nieto es así: de carácter insoportable y, además, no sabe hacer nada. ¿No pensarás despreciarlo y pedir el divorcio, cierto? Ana, con expresión seria, le aseguró de inmediato: —¡Por supuesto que no! Aunque él no sirva para nada, yo lo cuidaré siempre. En el campo, cuando nos casamos es para compartir la vida; el divorcio no es un tema tan banal. Si en el gremio alguien llegara a escuchar que había quien se atrevía a decir que el gran villano Javier era un inútil, nadie sabría qué pensar. Pablo contempló la inocencia y pureza de Ana y sintió que estaba entregando a una jovencita directamente al lobo. Afligido por la culpa, tomó la decisión de que, al regresar, pondría en secreto a nombre de Ana la villa donde vivía Javier. Pablo ordenó al chófer que llevara a Ana a la urbanización donde vivía Javier. Pensaba dejarlos solos un tiempo para que la pareja joven pudiera conocerse y cultivar sentimientos y, pasados unos días, volver juntos a la casa familiar. Él, en cambio, se marchó a toda prisa. Tenía claro lo que debía hacer: esconder el certificado de matrimonio. Así, en el futuro, aunque ese muchacho quisiera divorciarse, ¡sería imposible! … Residencial La Colina. El lugar donde Javier residía habitualmente. No se trataba de una zona de chalés lujosos, sino más bien sencilla, incluso con cierto aire antiguo, pues conservaba numerosas construcciones históricas. Sin embargo, era un sitio especial: no bastaba con tener dinero para vivir allí; hacerlo era un símbolo de estatus. Pablo, en su apuro, olvidó dar instrucciones. El chófer que trasladó a Ana ni siquiera sabía que estaba llevando a la futura Sra. Ruiz y, al dejarla en la entrada de Residencial La Colina, se desentendió de la joven y de todas sus maletas. Ana, cargando con un enorme equipaje a la espalda, se dirigió hacia la primera zona residencial. Ante sus ojos apareció un pequeño jardín cercado, dentro del cual se erguía una casa de tres plantas. A Ana le recordaba a la vivienda del hombre más rico de su aldea, aunque mucho menos ostentosa, sin los dorados y relucientes adornos que había visto allí. Eso la tranquilizó bastante. Así que la familia de Pablo tampoco es tan rica pensó. Antes de aceptar casarse, le había preocupado que la diferencia de riqueza levantara una barrera entre las partes. El patio era amplio, perfecto para cultivar hortalizas en el futuro. Con esa idea rondándole en la cabeza, Ana cruzó el jardín, llegó hasta la casa, sacó la llave que Pablo le había entregado y abrió la puerta principal. En cuanto dio un paso dentro, se topó con la figura de un hombre sentado en el sofá del salón. Era Javier. Su imponente altura destacaba incluso en reposo; se había quitado la chaqueta, el cuello de la camisa estaba desabrochado, dejando a la vista una sensual nuez. Una diminuta marca de belleza en la comisura de su ojo se alzó levemente cuando la miró. Cada gesto suyo rezumaba una elegancia indolente y aristocrática. Ana se quedó embelesada: Este hombre parece sacado de un cuadro. Ella, en contraste, llevaba un voluminoso macuto a la espalda, tan lleno que apenas cerraba. Para ahorrar gastos, había traído consigo todos los utensilios necesarios para la universidad. Con la mano izquierda llevaba un cubo de plástico rosa, y con la derecha sostenía un teléfono Nokia tan antiguo que ya ni siquiera se puede comprar; aparte de aquel rostro atractivo, lo demás era sencillamente indescriptible. El contraste entre ambos era tan marcado como chocante. Ana, algo nerviosa, pero sin perder la sonrisa sincera, se presentó: —Hola, Javier, me llamo Ana. Él la miró, como un lobo alfa al que han invadido el territorio, irradiando un peligro casi imperceptible. Con voz grave y helada, pronunció: —¡Fuera!

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