Capítulo 6
Las labores de limpieza de la villa solían estar a cargo de Isabel, quien organizaba a varias empleadas por horas para que se ocuparan de la casa.
Ahora, al tener que hacerlo todo Ana sola, comenzó a trabajar desde que anocheció y no terminó hasta las once de la noche.
Cuando por fin regresó a su habitación, lista para ducharse y dormir, descubrió que no sabía cómo usar la bañera inteligente.
Isabel le había explicado cómo funcionaban la aspiradora y la lavadora, pero nunca pensó que Ana, acostumbrada en el campo a hervir agua para bañarse y que ni siquiera usaba la ducha, mucho menos sabría manejar una bañera inteligente.
Ana pensó en pedirle ayuda a Isabel, pero como ya era muy tarde, no quiso interrumpir el descanso de Isabel.
Luego recordó al hombre de arriba; negó con la cabeza: mejor olvidarlo, él no la ayudaría.
Trasteó un buen rato y, al final, solo logró que saliera agua fría. Resignada, decidió ducharse así.
Al fin y al cabo, tenía buena salud y no era la primera vez que se bañaba así.
Después de la ducha, Ana estornudó un par de veces; sin embargo, estaba tan agotada que se quedó dormida en cuanto rozó la almohada.
La habitación era grande y hermosa, un lugar en el que Ana nunca antes había vivido.
Pero, si se observaba con detenimiento, se notaba que sus pertenencias apenas ocupaban un pequeño rincón del armario, y que ella dormía encogida en una esquina de la amplia cama.
Parecía desamparada, como alguien que vivía clandestinamente.
…
A la mañana siguiente, Ana se levantó puntual a las seis.
Quizás por haberse duchado la víspera con agua fría, sentía la cabeza algo caliente.
Pero, como siempre había gozado de buena salud, no le dio importancia. Se lavó la cara y, con la actitud de una esposa aplicada, se dirigió enseguida a la cocina para preparar el desayuno.
Ana fue a la cocina, abrió la nevera y se quedó paralizada.
Dentro solo había bebidas y alcohol, ni rastro de verduras o carne.
Recordó entonces lo que Isabel le había advertido: Javier solo comía cosas frescas.
No pudo evitar preguntarse si acaso los alimentos, por el simple hecho de estar guardados en la nevera, ya dejaban de ser frescos.
De nada servía pensar en ello; Ana salió deprisa con la intención de comprar víveres.
Al correr un poco bajo el viento helado, comprobó que los edificios cercanos eran todos casas pequeñas, y que no había a la vista ningún lugar donde comprar comida.
Al final, Ana encontró una pequeña cafetería y entró a comprar algo de desayuno.
Un simple sándwich y unas tostadas le costaron ¡nueve dólares!
Ana se quedó atónita con aquel precio. Solo compró una ración para Javier; a ella le dio pena gastar tanto y pensó en comer los fideos instantáneos que había traído en el tren.
Guardó el desayuno en una bolsa y salió corriendo de regreso, dispuesta a esperar pacientemente a que él se levantara.
La espera hizo que sus pensamientos se tiñeran de ansiedad.
Cuando miró el reloj, ya eran las once de la mañana.
Ana, acostumbrada a acostarse temprano y levantarse temprano, no lograba comprender cómo alguien podía dormir hasta esa hora.
Cuanto más esperaba, más preocupada se sentía. ¿Le habría pasado algo a Javier? ¿Se habría desmayado?
Apretando los dientes, decidió subir al segundo piso.
No podía desentenderse de su inútil esposo.
Subió hasta la habitación de Javier y llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
¡Seguro que estaba inconsciente!
¡Tenía que ser eso!
La puerta no estaba cerrada con llave, así que Ana la abrió sin más.
Nada más entrar, vio a Javier en la cama con los ojos cerrados.
Estaba hundido entre las sábanas blancas; el borde de su pijama se había enrollado hacia arriba, dejando al descubierto un tramo de su cintura perfecta. Un rayo de sol se filtraba por la rendija de la cortina y caía sobre su cuerpo. Ana se quedó completamente embobada.
Ella, una chica sencilla y pura del campo, jamás había visto algo tan tentador.
De manera instintiva, se acercó.
No sabía si lo hacía para admirar al apuesto joven o para comprobar sus signos vitales.
Se inclinó sobre él, tragando saliva sin darse cuenta.
De repente, Javier abrió los ojos y, con una frialdad fulminante, le agarró el cuello con fuerza.
Hasta ese momento, la impresión que Ana tenía de Javier era la de un hombre perezoso, desenfadado, que hablaba y actuaba sin preocuparse por nada, que ni siquiera respetaba a Pablo, como si fuese un gran villano.
Pero en ese instante, lo que percibió fue algo completamente distinto: Un peligro mortal.
Un peligro gélido y extremo, como el de una serpiente venenosa.
Más aterrador incluso que enfrentarse a un jabalí.
Cualquiera en su lugar habría sentido miedo.
Pero Ana, con el cuello atrapado, reaccionó de inmediato contraatacando.
Le lanzó un puñetazo al abdomen, pero él fue aún más rápido y tiró de ella con fuerza.
Ana perdió el equilibrio y cayó de lleno sobre el cuerpo de Javier.
La presión en su garganta aumentaba; el dolor en el pecho la oprimía hasta hacerla sentir que se ahogaba. La rabia se encendió dentro de ella.
Sentada sobre él, sin importarle la mano que seguía apretándole el cuello, le soltó un puñetazo directo en la cara.
En un momento en que la vida estaba en juego, para Ana, un hombre guapo y un jabalí eran lo mismo: ¡había que responder con toda la fuerza!
El puñetazo impactó de lleno en el rostro de Javier.
Eso lo despertó por completo.