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Capítulo 7

Javier, ya despierto, miraba a la mujer sentada sobre su cintura: una mano aferrada a la tela de su pecho y la otra cerrada en un puño. Le dolía la cabeza. Acababa de despertar y su voz, ronca como un bajo profundo, sonó autoritaria: —Suéltame. Al verlo hablar, Ana aflojó un poco la presión sobre su cuello. Con las mejillas infladas, como una ardilla enfadada, replicó: —¡Suelta tú primero mi cuello! Javier apartó la mano y descubrió las marcas amoratadas que ya se dibujaban en el cuello de Ana; su mirada se ensombreció al instante. Murmuró con frialdad: —¿Quién te permitió entrar? Ana, de repente, se sintió un poco culpable. —Vi que a esta hora aún no te habías despertado. Pensé que te habías desmayado y me preocupé, por eso entré a ver cómo estabas. Tras decirlo, se sintió aún más insegura. La verdad era que, antes de que ella entrara, Javier dormía plácidamente, sin ningún problema. Después de que irrumpió, su hermoso rostro aparecía con un hematoma y la comisura de los labios sangraba. Ana quiso decir algo para compensar. Javier, que a través de la ropa sentía la fiebre elevada del cuerpo de ella sobre su cintura, movió los labios con fastidio. —¿Hasta cuándo piensas seguir sentada encima de mí? En su día, las Srtas de la alta sociedad de AeroEstrella debatieron sobre un tema: ¿qué persona o qué situación sería capaz de provocar una reacción verdadera en Javier, el gran villano? Si Ana hubiera estado presente en aquel debate, probablemente habría respondido: Péguenle un puñetazo y lo sabrán. Al darse cuenta de que aún estaba montada sobre Javier, se apresuró a apartarse. ¿Por qué tenía esa extraña sensación de que, aunque no había hecho nada malo, tampoco tenía la razón de su lado? Había entrado en su habitación, subido a su cama y lo había golpeado… Pero, en fin. Cuando se veía en peligro, su reacción instintiva era defenderse. Y había sido Javier quien primero la había estrangulado. Ella solo actuó por reflejo. Aun así, por más que intentara justificarse mentalmente, Ana seguía sintiéndose mal. Así que se disculpó con obediencia: —Javier, lo siento, no debí entrar en tu habitación sin permiso. En cuanto terminó de hablar, salió corriendo de la habitación de Javier. Al llegar abajo, dejó escapar un largo suspiro. Javier ya de por sí no la soportaba, y ahora, en el segundo día de matrimonio, había empezado a los golpes. No sabía si en adelante podrían convivir en paz. … En la habitación, Javier se limpió la sangre de la comisura de los labios. Su mirada profunda parecía un lago al que alguien había arrojado una piedra, levantando delicadas ondas en la superficie. Cuando descansaba, nunca permitía que nadie estuviera presente. En la casa solariega todos conocían esa norma: nadie se atrevía a irrumpir en su habitación. En la Residencial La Colina, aún menos; allí jamás se quedaba nadie a dormir. Desde que había alcanzado la mayoría de edad y asumido el poder, no le había vuelto a suceder algo así. Y ahora, otra vez había lastimado a alguien. Vio con total claridad las marcas en el cuello de Ana y supo con qué fuerza la había apretado. Pero esa mujer no le había tenido miedo; al contrario, se había disculpado con él. Esa inusual alteración en sus emociones disipó por completo la irritación que el insomnio le había dejado. Mientras tanto, Ana, que había salido corriendo, no podía imaginar en qué pensaba Javier. Bajó a la cocina, volvió a calentar un poco de leche y esperó. Solo al cabo de un rato, Javier descendió despacio por las escaleras. Ana se hizo la fuerte, como si nada hubiera pasado, y lo recibió con una sonrisa tan sincera como forzada. —Javier, desayuna. Él le lanzó una mirada de soslayo. Parecía que esa mujer no guardaba rencor alguno; siempre lo saludaba con la misma sonrisa boba. Su vista se detuvo en los moretones de su cuello, que le resultaban molestos. Ana, sin dejar de sonreír, añadió: —Javier, el abuelo Pablo llamó para decir que vendrá a cenar el fin de semana. Pensaba que, si hablaba de algún tema en común, tal vez podría suavizar el ambiente. Solo esperaba que Javier no se enojara demasiado por haber sido golpeado. Pero en cuanto Javier escuchó aquello, su expresión se tornó gélida. ¿Acaso lo estaba amenazando con usar a don Pablo como escudo? Echó un vistazo al desayuno servido en la mesa y, con voz fría, sentenció: —No como cosas compradas por fuera. Hoy te encargarás de remover toda la tierra y quitar la hierba del patio. Y, sin añadir nada más, se dio media vuelta y salió por la puerta. Ana lo vio marcharse sin volver la cabeza. La culpabilidad que la atenazaba hacía un momento se desvaneció por completo. No era porque le hubiera ordenado remover la tierra y deshierbar. Era porque, desde temprano, había gastado nada menos que nueve dólares en aquel desayuno. ¡Y ni siquiera se había dado el lujo de comerlo ella misma! Ese hombre, con un simple no me gusta, lo rechazaba sin pensarlo dos veces. Ni pizca de cortesía. Que la estrangulara no la enfadaba; al fin y al cabo, había sido ella quien irrumpió en su habitación. Pero desperdiciar comida, desperdiciar dinero, ¡eso sí que era imperdonable! ¡Qué tipo más detestable!

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