Capítulo 8
En los días siguientes, Mariana comprendió hasta dónde llegaba la devoción de Nicolás por Antonella.
Si Antonella decía que quería gelatina importada, él hacía fletar un vuelo exclusivo para traerla.
Si temía la oscuridad, cancelaba todo y la abrazaba hasta el amanecer.
Si deseaba ver estrellas, usaba su avión privado para llevarla a la cima de una montaña.
Los sirvientes murmuraban entre sí: —El presidente Nicolás la tiene en un pedestal.
—Sí, nunca lo habíamos visto así. Es como si fuera otra persona.
—Está claro quién es su verdadero amor. La anterior solo fue una formalidad.
Mariana escuchaba los comentarios con el corazón destrozado y se refugió en su taller de pintura.
Era el único refugio que tenía.
Ese día, Antonella entró al taller y enseguida se fijó en un cuadro al óleo colgado en la pared.
—Este está muy bonito. Quiero colgarlo en mi habitación. —Dijo con tono de quien da por sentado que puede tenerlo todo.
—No. Es de mi maestro. —Respondió Mariana con firmeza.
Antonella frunció los labios y empezó a hacer pucheros: —Ay, dámelo, me encanta.
La voz de Mariana se endureció: —Yo no soy Nicolás, y no voy a ceder solo porque hagas un berrinche. Este cuadro no se lo doy a nadie.
Al ver que ella no cedía, Antonella se enfureció: —Entonces te lo compro. ¡Dime cuánto cuesta!
—No está a la venta. Por favor, sal de aquí. —Dijo con firmeza.
Antonella, presa de la rabia, la sujetó del brazo: —¿Por qué no me lo das?
Mariana, por instinto, se soltó de golpe; Antonella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, golpeándose la frente contra la punta del caballete. La sangre empezó a brotar al instante.
—¡Ah! ¡Me duele!
En ese momento, la puerta del taller se abrió de golpe. Nicolás, alertado por el ruido, entró.
Su mirada recorrió la escena: Antonella en el suelo, con la frente ensangrentada y llorando; Mariana de pie a un lado. Su expresión se tornó sombría al instante.
De inmediato se agachó y ayudó a Antonella a levantarse, con voz llena de preocupación: —¿Qué pasó?
Antonella, entre sollozos, lo señaló: —¡Nicolás! ¿No dijiste que todo lo que hay en esta casa es mío si lo quiero? Vi esa pintura y me gustó, pero ella no quiso dármela y me empujó. ¡Mira cómo me dejó! ¡Tienes que hacer algo!
—Yo no la empujé, fue ella quien perdió el equilibrio...
—¡Cállate! —La interrumpió Nicolás con un grito. Su voz era tan fría que helaba la sangre. —¿He sido demasiado indulgente contigo?
Se volvió hacia sus guardaespaldas: —Tráiganme ese cuadro.
—¡No! —Gritó Mariana, lanzándose para protegerlo, pero uno de los hombres la empujó con brusquedad.
Los dos guardaespaldas forcejearon con ella; Mariana abrazó el marco con todas sus fuerzas: —¡Por favor, no! ¡No lo toquen! Es la única obra que dejó mi maestro...
—¡Ras!
El sonido del lienzo al desgarrarse resonó como un trueno. Una enorme rasgadura abrió la tela por la mitad.
Mariana observó el cuadro destruido; la fuerza abandonó su cuerpo. Se desplomó en el suelo, con la mirada vacía, como si todo su mundo acabara de derrumbarse.
Antonella lloraba más fuerte: —¡Mi pintura! ¡Estaba tan hermosa y ahora está arruinada!
Nicolás, al verla llorar, trató de consolarla con ternura: —No llores, solo es una pintura. Mañana iré a una subasta y te compraré una mejor, más cara, ¿sí?
—¡No quiero otra! ¡Quiero esa! —Insistió Antonella, señalando a Mariana, que seguía en shock. —Si lo rompió, que lo repare. ¡Quiero que pinte la misma imagen en su espalda!
Mariana levantó la cabeza de golpe, mirándola con incredulidad.
Nicolás frunció el ceño, pero al ver los ojos enrojecidos de Antonella, terminó cediendo: —De acuerdo. Como tú quieras.
—¡Nicolás, estás loco! —Gritó Mariana, intentando huir, pero los guardaespaldas la sujetaron con fuerza.
Lo que la hizo temblar aún más fue ver los instrumentos que Antonella pidió traer: finas agujas de plata y un cuenco con agua mezclada con ají picante.
—¡No! ¡Nicolás, no puedes hacerme esto! —Suplicó Mariana entre sollozos.
Pero Nicolás solo la miró con frialdad: —Sujétenla. Que Antonella empiece.
La aguja perforó la piel, impregnada en el ardor del ají. Cada trazo era una llamarada que le atravesaba el cuerpo.
El dolor la hizo convulsionar, gritar hasta quedarse sin voz.
Antonella dibujaba con entusiasmo, como si creara una obra maestra.
—¿Lo ves? Esto te pasa por no darme lo que quiero. —Dijo Antonella satisfecha, admirando la sangrienta figura.
Nicolás no la miró ni una sola vez. Abrazó a Antonella con ternura: —¿Ya te sientes mejor?
—Sí. —Respondió ella, con voz zalamera, acurrucándose en su pecho.
Nicolás bajó la cabeza, le besó el cabello y murmuró con tono bajo y cargado de deseo: —Entonces es hora de que me hagas sentir bien a mí.
La levantó en brazos y salió del taller rumbo a la habitación del piso superior, ignorando los sollozos desgarrados de Mariana.
Mariana aún oía la risa coqueta de Antonella, y una voz que jamás había sonado tan apasionada: —Mi bebé, qué bien te portas.