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Capítulo 8

Jesús se detuvo un instante, dudó... y, sorprendentemente, dio media vuelta y regresó. Cuando Cecilia creyó, por un segundo absurdo, que quizás aún existía una esperanza, Jesús pasó de largo sin siquiera mirarla. Solo se agachó rápidamente en el lugar donde Pilar había caído antes, buscando algo entre los escombros. Al cabo de unos segundos, levantó un pequeño objeto ennegrecido por el fuego: un amuleto chamuscado por una esquina. Era el que Pilar solía llevar siempre consigo. Así que... había vuelto por eso. —Ja... ja, ja, ja... Cecilia rio, y en medio del humo y las llamas, las lágrimas comenzaron a deslizarse por su cara. Recordó que, una vez, cuando se cortó el dedo por accidente, Jesús se había desesperado tanto que la llevó corriendo en brazos hasta el hospital. Y ahora, ella estaba atrapada entre el fuego, al borde de la muerte, mientras él arriesgaba su vida solo por otra mujer... y por su amuleto. Jesús encontró lo que buscaba. Luego, cargó nuevamente a Pilar y, sin volverse, desapareció entre las llamas. En el instante en que su figura se perdió en el resplandor del fuego, una viga ardiente se desprendió con un estruendo ensordecedor y cayó sobre Cecilia. Cerró los ojos... y todo quedó en silencio. Cuando volvió a abrirlos, descubrió que estaba de nuevo en la mansión. Jesús estaba junto a su cama, de pie, con una expresión que parecía querer explicar algo, aunque su tono sonaba frío y distante, casi mecánico. —Anoche, durante el incendio, todo fue muy caótico. No me di cuenta de que también estabas atrapada. Si lo hubiera sabido, yo... "¿Tú qué habrías hecho?" Cecilia respondió solo en su mente, esbozando una sonrisa apenas perceptible, cargada de amarga ironía. "¿La habrías dejado a Pilar para venir por mí?" "No". "Antes, cuando todo tu mundo giraba en torno a mí, habrías estado ahí, sin dudarlo". "Pero ahora, tu mundo es Pilar. Y en esos ojos tuyos... Ya no hay lugar para mí". El cansancio la envolvía por completo. No quiso decir una sola palabra más. Se dio la vuelta en silencio, le dio la espalda a Jesús y cerró los ojos. Al verla así, rehusando comunicarse, con la mirada vacía, Jesús arrugó la frente; parecía que iba a decir algo, pero finalmente solo se frotó el entrecejo, dejó un vaso de agua y unas pastillas en la mesa de noche y dijo: —Tómate las medicinas. En los días siguientes, él, de manera inesperada, no se fue; pasaba la mayor parte del tiempo en la casa, incluso atendía sus asuntos en el despacho. Pero ella seguía negándose a hablar. Esa indiferencia absoluta y fría, como una fina espina, se clavaba en el corazón de Jesús. No era mortal, pero lo volvía cada día más irritable. Por fin, al atardecer del quinto día de su silencio ininterrumpido, Jesús dejó la tablet y se acercó a la cama. —Cecilia. —La voz de Jesús cargaba una impaciencia contenida. —¿Por qué estás enojada exactamente? Ella continuaba mirando por la ventana, sin reaccionar. La paciencia de Jesús pareció agotarse; extendió la mano y, de manera algo brusca, la giró por los hombros, obligándola a enfrentarlo. —¡Mírame! Ya te dije que ahora amo a Pili. En una situación tan peligrosa, lo más natural era anteponer su seguridad. ¿Por qué demonios te molestas? Solo entonces Cecilia alzó la vista lentamente, y miró a Jesús con serenidad. Fue precisamente esa serenidad la que, inexplicablemente, inquietó a Jesús; su malestar se intensificó, pero era como golpear una almohada: no encontraba dónde descargar su enojo. Jesús la miró fijamente durante mucho tiempo y al final la soltó, como si se hubiera cansado de esa obra en solitario; se frotó la frente con cansancio. —Ya que estás bien, no tiene sentido que siga perdiendo el tiempo aquí. Hay muchos asuntos importantes en la empresa. Dicho esto, Jesús se dio la vuelta y salió del dormitorio, sin el menor asomo de nostalgia. Solo cuando la puerta se cerró completamente, Cecilia susurró suavemente, casi inaudible: —Jesús, no estoy enojada. —Estoy desesperada. —Por eso, contigo, ya no tengo expectativas, ni resentimiento ni odio. En los días siguientes, tal como era de esperarse, Jesús no volvió a aparecer. El mundo de Cecilia pareció quedar súbitamente en calma. Se recuperaba en silencio, comía en silencio, y observaba tranquilamente las nubes pasar fuera de la ventana. A veces, tomaba el celular e, inevitablemente, miraba el Instagram de Pilar. Solo veía fotos de ella y Jesús en citas llenas de dulzura. Y los lugares que visitaban eran exactamente los mismos a los que Jesús la había llevado antes. Jesús y Pilar fueron a ese restaurante en la cima de la montaña, donde él le había prometido a Cecilia un amor eterno. Fueron a la playa, donde quedaban las huellas que alguna vez dejaron juntos. Incluso fueron frente al árbol de los deseos, donde Jesús cortó el candado de corazones que años atrás había colgado con Cecilia, y lo reemplazó por uno nuevo junto a Pilar. Así, con su nueva "amada", fue borrando, paso a paso, sin prisa y de manera definitiva, todas las huellas de nueve años entre Cecilia y él. Como quien borra palabras del pizarrón, con una facilidad y una indiferencia absolutas.

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