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Capítulo 6

Carolina se quedó fuera de la puerta, sintiendo cómo se le enfriaba la sangre poco a poco. Resultó que Ricardo lo sabía. Sabía que ella lo amaba, que Diego lo amaba, y por eso se permitía pisotearlos sin remordimiento. Apretó la bolsa con los medicamentos; una helada se extendió por su pecho. Se había equivocado. Esta vez desaparecía con Diego para siempre; haría que jamás pudiera encontrarlos. El día del alta de Diego, Carolina caminaba de la mano con él rumbo a casa. —Mamá, ¿cuándo nos vamos? —Preguntó Diego mirando hacia arriba. Carolina le rozó el cabello: —Cuando arregle los últimos papeles, nos iremos... No terminó la frase cuando un auto se detuvo frente a ellos. La puerta se abrió; dos hombres encapuchados les taparon la boca y los arrastraron al vehículo. —¡Mmm! Carolina forcejeó con todas sus fuerzas, pero le propinaron un golpe en la nuca y todo quedó a oscuras. Al despertar, ella y Diego estaban atados al borde de un precipicio. El líder se agachó, le pinchó el mentón con un cuchillo y dijo: —Llama a tu marido. Que prepare cinco millones de dólares. La garganta de Carolina se quedó seca: —Él no dará el dinero. El secuestrador le dio una bofetada: —¿Cómo no? ¡Eres su esposa y le diste un hijo! ¿Crees que no pagaría? Con la comisura de los labios manando sangre, Carolina respondió en un hilo de voz: —Nos estamos divorciando. A él no le importamos... El secuestrador agarró a Diego, que temblaba, y hundió una aguja entre sus uñas: —¿No llamas? Pues vamos a hacer que tu hijo sienta el dolor en los diez dedos. —¡No, llamo yo! —Carolina gritó quebrada. Marcó el número; sonó una, dos veces, y cortaron. —¡Aaaaah! El grito de Diego resonó cuando la aguja se clavó en sus dedos. —Mamá, sálvame. —Lloró con el rostro pálido. Carolina se desgarró por dentro y se retorció, suplicando: —Por favor, ¡paren! ¡Seguiré llamando! Segunda vez, tercera vez, décima vez. Cada vez que colgaban, los secuestradores clavaban otra aguja en los dedos de Diego. El niño perdió el conocimiento por el dolor y lo despertaban arrojándole agua fría. En la undécima llamada, por fin respondieron. Carolina, sollozando, apenas pudo hablar: —Ricardo, nos secuestraron. A Diego y a mí. Piden cinco millones, si no... La voz fría de Ricardo la interrumpió: —¿Ya te cansaste de jugar? ¿Esto es una actuación de secuestro? ¿Cuándo te volviste tan repugnante? Ella sintió el impacto como un rayo: —¡No es una actuación! ¡Diego...! Él se rió con desdén: —Estoy en bancarrota. No tengo un centavo. Si quieres que vaya a casa, hazlo de otra manera. Los secuestradores ya no aguantaron y arrebataron el teléfono: —Presidente Ricardo, si no trae el dinero, mando a matar. Su esposa y su hijo morirán. Hubo dos segundos de silencio al otro lado. De pronto se oyó la voz de Florencia: —Ricardo, a Tomás le apetece un helado. Ricardo cambió al tono dulce de siempre al instante: —Bien, se lo llevo enseguida. Al volver al teléfono su voz volvió a ser helada: —No tengo tiempo para este teatrillo. Si tanto quieren jugar... —Pues entonces mátenlos. —Tuuuu. —La llamada se cortó de forma seca.

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