Capítulo 8
—Sí, me gustas... Me gustas mucho...
—Tengo el celular lleno de tus fotos, en mis notas tengo anotados todos tus gustos y también lo que no te agrada. Tu cuenta de WhatsApp la tengo fijada desde hace más de diez años. Cada vez que me escribes primero, me emociono tanto que no puedo dormir en toda la noche. También te he escrito muchas cartas de amor. ¿Te gustaría verlas algún día?
Después de ocho años de conocer a Gabriel, era la primera vez que Carolina lo veía con una expresión tan tímida.
Ella lo escuchaba en silencio mientras él, borracho, decía su verdad. En medio del desconcierto, recordó aquella vez en la que ella le confesó sus sentimientos, y también cuando él lo hizo.
Él la miraba fijamente, con una claridad en los ojos que no mostraba emoción alguna.
En aquel entonces, ella pensaba que, si seguía insistiendo, algún día lograría ganarse su corazón.
Pero ahora lo entendía. Aunque esperara ocho, dieciocho o veintiocho años más, su deseo no se haría realidad.
Como una mariposa que no puede cruzar el océano, ella simplemente no era capaz de conmover a un hombre que amaba a otra mujer.
Carolina no se quedó más tiempo. Regresó sola al salón privado.
Gustavo, que sabía que ella no se sentía cómoda en esos ambientes, se despidió de todos y se fue con ella.
Los hermanos bajaron las escaleras y estaban por pedir un taxi para regresar a casa cuando, de pronto, vieron un alboroto delante de ellos.
Adriana y Gabriel estaban rodeados por unos borrachos, y dos grupos comenzaron a discutir.
No se supo de qué hablaban, pero Gabriel se enfureció tanto que tomó una botella de licor de la mesa y la rompió en la cabeza de uno de los borrachos.
Los pandilleros se enfurecieron al instante y se abalanzaron para golpearlo.
En un abrir y cerrar de ojos, el vestíbulo entero se convirtió en un caos: gritos, insultos y chillidos se mezclaban, mientras botellas, mesas y sillas volaban por todas partes.
Al ver esa escena caótica, Gustavo arrugó la cara. Solo dijo una frase, se quitó el abrigo y se lanzó a la pelea.
—Carolina, sube a pedir ayuda.
Carolina sintió un fuerte pánico y corrió de inmediato escaleras arriba para buscar gente.
Cuando regresó con un grupo de personas, vio a uno de los borrachos, con la cabeza cubierta de sangre, levantando varias botellas para arrojárselas a Adriana, quien estaba acurrucada en un rincón, llorando desesperadamente.
Su corazón latía con un pánico extremo, y cuando sus pupilas se dilataron al máximo, vio cómo Gabriel se lanzaba sin dudarlo.
Se abalanzó sobre Adriana y usó su propio cuerpo para protegerla de todos los ataques.
La sangre brotó como una fuente, salpicando por doquier y tiñendo de rojo su camisa blanca.
Carolina presenció esa escena y quedó paralizada, sin aliento.
Miraba cómo, a pesar de estar cubierto de heridas, él permanecía frente a Adriana sin dar un solo paso atrás. Su corazón se estremeció con fuerza.
Fue hasta ese momento que finalmente creyó que el amor de Gabriel por Adriana había llegado al punto de estar dispuesto a dar la vida por ella.
Se quedó en shock por mucho tiempo. Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que estaba en el hospital.
Justo se apagaba la luz del quirófano. El doctor salió secándose el sudor, con un tono de alivio en la voz.
—La operación fue un éxito. Ah, ¿Adriana es la esposa del herido? Durante su inconsciencia no dejaba de repetir ese nombre. Recomendamos que esta señorita lo acompañe en la unidad de cuidados intensivos, que le hable con frecuencia para atraer su atención. Así podrá despertar más pronto.
Al escuchar eso, el grupo de amigos insistió en que Adriana fuera cuanto antes a la habitación a cuidar de él.
Mientras la veían marcharse, Carolina tiró suavemente de la manga de Gustavo.
—Hermano, vámonos a casa.
Gustavo se quedó pasmado unos segundos, luego asintió y se fue con ella.
Ya en casa, Carolina sacó su maleta y comenzó a empacar sus cosas.
Al verla ocupada, Gustavo no pudo evitar sentirse intranquilo y se quedó a su lado ayudándola. Observando atentamente su estado.
Carolina sabía bien qué era lo que lo preocupaba, pero mantenía una expresión serena.
—Hermano, no me mires así todo el tiempo, estoy bien. En unos días me voy, y pasará mucho tiempo antes de que podamos vernos otra vez. Te voy a extrañar, así que tienes que venir a visitarme seguido, ¿sí?
Gustavo sintió un nudo en la garganta. Como siempre, le acarició la mejilla con ternura.
—Por supuesto, iré a verte cada vez que pueda. Además, tengo que comprobar cómo te va con mi amigo, ¿no?